El presidente José Raúl Mulino acaba de quitarse la máscara. Su reciente advertencia a los diputados panameños —“ante informes de eventuales viajes de funcionarios del Órgano Legislativo a Taiwán, tales viajes no gozan del apoyo ni aprobación de mi gobierno”— es más que una declaración diplomática: es una rendición política ante China.
Lo que debía ser un simple gesto de amistad entre legisladores panameños y el pueblo libre y democrático de Taiwán terminó convertido en un acto de censura, propio de regímenes autoritarios. La invitación de Taipéi fue un gesto cordial hacia diputados soberanos, que con entusiasmo buscaban intercambiar experiencias parlamentarias dentro del marco del respeto mutuo y la cooperación democrática. Pero la respuesta del Ejecutivo panameño fue una amenaza velada, una orden de alineamiento con los intereses de Pekín.

Pese a ello, la invitación de Taiwán y el viaje siguen en pie. Muchos diputados han dejado claro que mantienen su independencia y que se deben a su país, no a los intereses de una familia que gobierna ni a las presiones externas de potencias extranjeras. Su decisión de sostener el vínculo con Taipéi es un acto de dignidad y reafirmación soberana frente a la injerencia y la intimidación.
Mulino pretende aparentar equilibrio ante Washington, diciendo que Panamá no está sometida a la influencia china. Pero los hechos desmienten sus palabras. Panamá juega a dos bandas: le miente a Estados Unidos, le miente a Donald Trump mientras se entrega económicamente a la República Popular China. Lo más grave es que, en el fondo, los intereses personales parecen pesar más que la soberanía nacional.
No es un secreto que el presidente y su hijo —abogado del sector marítimo— tienen intereses directos en el comercio con China, particularmente en el acuerdo que otorga beneficios a los barcos de bandera panameña en puertos chinos. Dicho acuerdo vence en marzo de 2026, y la dependencia de esos beneficios explica por qué el gobierno calla y obedece. No se trata de diplomacia: se trata de negocios.
Panamá mantiene, por ley de la República, un Tratado de Libre Comercio con Taiwán, firmado cuando aún existía coherencia en su política exterior. Sin embargo, hoy el propio gobierno busca desconocerlo, traicionando su propia legislación y dejando a los diputados que intentan cumplir con la voluntad soberana del pueblo expuestos a ataques y presiones.
El mensaje de Mulino es claro: el que piense distinto será castigado. Su actitud, lejos de fortalecer la institucionalidad democrática, humilla al país ante la mirada de China y envía una señal peligrosa a la región: la de un presidente que prefiere plegarse al autoritarismo antes que defender la independencia y la libertad.
Panamá no necesita un mandatario que actúe como emisario de Pekín. Necesita líderes que honren la soberanía, respeten la voluntad popular y defiendan las alianzas con los pueblos libres del mundo. Lo que Mulino hizo no fue advertir a sus diputados: fue advertir al mundo que Panamá, bajo su mando, ha dejado de ser un país independiente.



