El caso del empresario argentino Alfredo Rilla y la imputación al presidente y a todo el directorio del Banco Atlas puso en evidencia un fenómeno cada vez más frecuente y preocupante: la intención de trasladar las disputas judiciales al terreno de la opinión pública. Lo que debería resolverse en los estrados, conforme a derecho y con base en pruebas, termina siendo objeto de campañas digitales diseñadas para influir en la percepción ciudadana —y, en última instancia, para presionar a los magistrados.
No es nuevo que las redes sociales se utilicen como herramienta de comunicación política o corporativa. Sin embargo, cuando se emplean para erosionar la independencia judicial o condicionar el curso de una causa penal, la cuestión adquiere una gravedad institucional. La multiplicación de mensajes de cuentas falsas o pagadas, organizadas desde verdaderas “granjas de perfiles”, no busca informar ni esclarecer, sino distorsionar los hechos y moldear un clima de opinión favorable a los acusados.
En un Estado de Derecho, los procesos judiciales deben desarrollarse bajo el amparo de la ley, no bajo la presión de la viralidad. Las estrategias mediáticas podrán ganar seguidores, pero no otorgan inocencia. Es fundamental que los ciudadanos comprendan la diferencia entre la justicia real y la justicia de las redes, donde los algoritmos reemplazan a los códigos y la emocionalidad sustituye a la evidencia.
Dirimir los conflictos legales en el espacio público es una tentación comprensible para quienes tienen poder económico o influencia comunicacional. Pero ceder ante esa práctica es degradar la institucionalidad y socavar la confianza en el sistema judicial. Las causas deben discutirse en los tribunales, con abogados y jueces, no en plataformas digitales manipuladas. Solo así puede preservarse la legitimidad de las instituciones y garantizar que la justicia siga siendo justicia —y no un espectáculo.













