En tiempos de guerra, la claridad moral es un bien escaso, mientras que la confusión deliberada de conceptos abunda. Así lo demuestra la postura de quienes, con una ligereza alarmante, pretenden equiparar la liberación de rehenes secuestrados por organizaciones terroristas con la excarcelación de delincuentes y terroristas condenados en el marco de un intercambio. No se trata de un detalle semántico: es una cuestión de principios básicos de justicia.
Un rehén no es un combatiente ni un delincuente. Es una persona inocente que fue arrancada de su hogar, privada de su libertad por la fuerza y convertida en pieza de negociación por grupos que desprecian toda norma humanitaria. Su liberación no es una “concesión” política, sino la corrección parcial y tardía de un crimen brutal: el secuestro.
En el otro extremo están terroristas y delincuentes condenados, personas que pasaron por un proceso judicial, fueron halladas culpables y cumplen condenas por actos que van desde disturbios violentos hasta asesinatos y atentados. Su liberación no responde a un error judicial ni a una súbita revelación de inocencia: es una decisión política, necesaria pero dolorosa, para salvar las vidas de quienes nunca debieron estar en cautiverio.
Pretender colocar ambas situaciones en el mismo plano es una ofensa a la lógica, al derecho y a la dignidad humana. No se puede igualar al secuestrado con su secuestrador, ni al inocente con el criminal. Quienes lo hacen —por ignorancia, ideología o cálculo político— contribuyen a borrar las líneas morales que permiten distinguir entre víctima y victimarios. Y cuando esa línea se borra, como hemos visto en los últimos tiempos, la barbarie avanza.
La sociedad no debe tolerar esta confusión moral. Defender la verdad en medio de la manipulación es un deber. Llamar “igual” a lo que no lo es —a víctimas y verdugos— no construye paz: la dinamita.