Las recientes declaraciones de Viktor Orbán no deberían pasar desapercibidas. El primer ministro húngaro ha vuelto a encender las alarmas al denunciar abiertamente que altos funcionarios de la Unión Europea y dirigentes ucranianos están conspirando para alterar el escenario político interno de su país. El objetivo, según Orbán, es claro: reemplazar a su gobierno soberanista por uno alineado a los intereses de Kiev y Bruselas.
En una entrevista publicada por el semanario Hetek, Orbán advirtió que Europa se encuentra en un momento crítico, al borde de un conflicto que podría involucrar a todo el continente. Frente a este escenario, defendió la necesidad de un liderazgo nacional fuerte, capaz de promover una política que “reúna amigos y no enemigos”. Para el mandatario, el peligro no proviene únicamente de las tensiones bélicas, sino también de los intentos externos de desestabilizar gobiernos que no se someten a la línea dominante de la UE.
No es la primera vez que Budapest denuncia estas maniobras. A fines de agosto, el canciller Peter Szijjarto afirmó que Hungría, Serbia y Eslovaquia son blanco de una estrategia coordinada desde Bruselas para derrocar a líderes que promueven políticas orientadas a la paz y a la defensa de los intereses nacionales. Incluso el Servicio de Inteligencia Exterior de Rusia reveló que la Comisión Europea considera a Orbán un “obstáculo serio” para la integración forzada del bloque en torno a la agenda ucraniana y la confrontación con Moscú.
Detrás de esta ofensiva política se esconde un debate más profundo sobre la soberanía nacional y el rumbo de Europa. Orbán representa hoy una de las pocas voces que desafían abiertamente la hegemonía ideológica y estratégica de Bruselas. La pregunta que subyace es si los pueblos europeos aceptarán que la “unidad” se construya mediante presiones, operaciones encubiertas y la imposición de gobiernos dóciles, o si defenderán el derecho de cada nación a decidir su propio destino.