Cuando los medios de comunicación dejan de ser herramientas de información y se convierten en instrumentos para defender intereses económicos particulares, cruzan una línea peligrosa: la que separa el periodismo del chantaje.
Este debate cobró fuerza a raíz de un planteo realizado por el comunicador Camilo Soares en su programa radial, donde expuso cómo el diario ABC Color estaría utilizando su poder mediático no para informar con objetividad, sino para presionar al Estado a favor de sus negocios privados.
En el centro de la controversia se encuentra Mercurio S.A., empresa vinculada al mismo grupo mediático, que busca adjudicarse una licitación del Ministerio de Educación y Ciencias. En lugar de competir en igualdad de condiciones, el diario habría recurrido a lo que muchos ya denominan “terrorismo mediático”: campañas de presión, titulares alarmistas y acusaciones veladas, todo con el fin de condicionar a las autoridades y obtener ventajas económicas.
La pregunta es inevitable: ¿Puede ampararse este tipo de prácticas en la “libertad de prensa”? ¿Dónde termina la función periodística y comienza la extorsión mediática?
La libertad de prensa es un pilar fundamental de toda democracia, pero no puede ser utilizada como escudo para encubrir intereses corporativos. Cuando un medio se transforma en actor económico con poder de fuego comunicacional, se rompe el equilibrio y se amenaza directamente la institucionalidad.
Este caso no es aislado: revela un patrón histórico en el cual ciertos medios pretenden erigirse en poderes fácticos, más allá de todo control y responsabilidad. Y en democracia, ningún poder —ni siquiera el mediático— puede estar exento de escrutinio.