Lo que en apariencia podría presentarse como una política de orden financiero, en realidad revela un avance preocupante del poder estatal sobre la vida privada de los ciudadanos. El gobierno de Vietnam ha anunciado el cierre de más de 86 millones de cuentas bancarias que no han sido autenticadas mediante datos biométricos. Bajo el argumento de combatir el fraude digital y dar “mayor confianza” al sistema, se esconde un paso más hacia un modelo de control social que amenaza la libertad y la autonomía individual.
El problema no radica en la necesidad de reforzar la seguridad bancaria, un objetivo legítimo y comprensible, sino en el método elegido: obligar a los ciudadanos a entregar huellas digitales, reconocimiento facial u otros datos sensibles como condición para acceder a su propio dinero. En lugar de proteger, esta imposición erosiona la confianza, expone a millones de personas a riesgos de filtración y abre la puerta a abusos en un país donde el respeto a las libertades siempre ha estado bajo sospecha.
Aún más grave, esta decisión impacta de manera desigual. Los habitantes de zonas rurales, las personas mayores y quienes carecen de recursos tecnológicos se verán marginados de los servicios financieros por no poder cumplir con exigencias digitales que el propio Estado impone. La inclusión queda relegada, mientras la exclusión se institucionaliza bajo el disfraz de “modernización”.
No es seguridad lo que se logra con esta política, sino vigilancia y control. Convertir el acceso a una cuenta bancaria en un privilegio sujeto a la entrega de datos biométricos es un abuso de poder. La pregunta es simple: ¿qué sucederá mañana cuando se exija ese mismo dato para votar, para viajar o para acceder a servicios básicos?
Vietnam está sentando un precedente peligroso: normalizar la coacción digital en nombre del orden. Y cuando el Estado se arroga el derecho de decidir quién puede o no manejar su propio dinero, lo que se ha debilitado no es el fraude, sino la libertad.