El asesinato de Charlie Kirk, reconocido activista político de derecha en Estados Unidos, ha puesto en evidencia una realidad que muchos preferían ignorar: el extremismo de izquierda no es una simple anécdota ni un fenómeno aislado, sino una amenaza real. Tras el crimen, el Gobierno de Donald Trump decidió declarar a Antifa como organización terrorista, describiéndola con acierto como un “desastre enfermo y peligroso” de la izquierda radical. La decisión no solo responde a un hecho puntual, sino a años de violencia, intimidación y justificación ideológica de quienes, en nombre de un supuesto progreso, terminan destruyendo la convivencia democrática.
Lo paradójico —aunque no sorprendente— es la reacción que hemos visto en nuestra región. En su afán por mostrarse más “progres”, no fueron pocos los que, tiempo atrás, celebraron públicamente la aparición y expansión de estos grupos violentos, incluso romantizándolos como una expresión juvenil de rebeldía. Son los mismos sectores —políticos, periodistas y referentes de opinión— que en 2022 aplaudieron las sanciones impuestas por Estados Unidos a políticos paraguayos, considerándolas poco menos que un triunfo moral. Hoy, sin embargo, esos mismos actores se rasgan las vestiduras ante el inminente retiro de visas a personas que han declarado abiertamente su apoyo a Antifa, la organización a la que pertenecía el asesino de Charlie Kirk.
La contradicción es evidente: cuando las sanciones caen sobre los adversarios políticos, se festejan como símbolo de justicia. Pero cuando las consecuencias alcanzan a los propios aliados ideológicos, se las denuncia como persecución o atropello. Lo cierto es que nosotros no pusimos las reglas: Estados Unidos tiene derecho soberano a decidir quién entra y quién no en su territorio. Y si las autoridades de ese país consideran que simpatizar con un grupo terrorista es razón suficiente para negar una visa, la coherencia obliga a aceptar la decisión con la misma seriedad con la que antes se celebraron medidas similares contra otros.
La doble vara moral de cierta clase política y mediática regional queda al desnudo una vez más. El progresismo que presume de tolerancia y de pluralidad, a la hora de los hechos, termina siendo cómplice —por acción u omisión— de quienes siembran violencia y muerte. El caso de Charlie Kirk nos recuerda que el radicalismo de izquierda no es un juego: es un proyecto ideológico que utiliza la violencia como herramienta y que, cuando no se lo enfrenta con firmeza, termina cobrando vidas.