Una nueva escalada de violencia sectaria sacude Siria, con la comunidad druza en el epicentro de una serie de masacres perpetradas por grupos yihadistas en la región de Sweida, al sur del país. Videos de extrema crudeza, grabados por los propios atacantes, documentan ejecuciones sumarias, lanzamientos desde balcones y una sucesión de crímenes que configuran un escenario de limpieza étnico-religiosa con más de mil muertos y una crisis humanitaria sin precedentes.
Las imágenes que circulan en redes y han sido verificadas por medios internacionales muestran un patrón de horror planificado y meticulosamente exhibido. En una de las grabaciones más perturbadoras, tres integrantes de una familia druza son arrinconados en un balcón. “Un minuto. ¿Quieres grabarlos?”, pregunta uno de los agresores a su camarada, justo antes de empujar a las víctimas al vacío. Los cuerpos caen uno tras otro, mientras se escuchan gritos y exclamaciones de “¡Dios es grande!” que se mezclan con los disparos.
Otra secuencia, tomada en la plaza de Tishreen, presenta a ocho hombres drusos, desarmados y de rodillas, alineados en fila sobre el polvo. Allí mismo, frente a la cámara, al menos doce civiles son ejecutados a sangre fría por hombres con uniforme militar, en lo que parece ser una demostración de fuerza destinada a infundir terror y someter a la población local.
La comunidad druza, una minoría religiosa históricamente perseguida, enfrenta nuevamente el riesgo de exterminio. Las escenas, lejos de tratarse de hechos aislados, reflejan un patrón de violencia sistemática con tintes genocidas, mientras organismos internacionales y potencias regionales aún no logran frenar la barbarie.
La indiferencia global ante estas masacres plantea interrogantes morales y geopolíticos. El silencio diplomático, en contraste con la crudeza de las imágenes, convierte a los testigos del mundo en cómplices pasivos de una tragedia anunciada. Mientras tanto, las víctimas caen, una tras otra, sin que nadie detenga a los verdugos.