El expresidente Jair Bolsonaro volvió a ocupar el centro de la escena esta semana, al comparecer ante el Supremo Tribunal Federal (STF) en el marco de un proceso judicial que amenaza con convertirse en un grave precedente para la democracia brasileña. Acusado de intentar deslegitimar el sistema de votación electrónica y de ser instigador de los hechos ocurridos el 8 de enero, Bolsonaro enfrenta el riesgo de una condena de hasta 43 años de prisión.
Lejos de retroceder, el exmandatario se presentó con firmeza y recordó que no fue el único en cuestionar las urnas electrónicas, una tecnología que ha sido objeto de debate en Brasil desde hace más de una década. “He sostenido esa misma narrativa durante los últimos diez años”, afirmó ante los magistrados, señalando así la continuidad de sus preocupaciones sobre la transparencia del sistema electoral.
Más que un juicio sobre hechos concretos, lo que está en juego es la criminalización de la disidencia política. A Bolsonaro se lo investiga por expresar dudas sobre un sistema que incluso técnicos independientes han sugerido revisar. Convertir ese debate en delito penal es una forma sutil pero eficaz de silenciar al principal referente de la oposición conservadora en Brasil.
Detrás de esta embestida judicial asoma el intento de inhabilitar políticamente al expresidente y condicionar las próximas elecciones. El mensaje es claro: cualquiera que cuestione el statu quo corre el riesgo de ser perseguido, aún si sus cuestionamientos forman parte del libre ejercicio democrático.
Mientras tanto, millones de brasileños siguen respaldando a Bolsonaro, no solo como líder político, sino como símbolo de resistencia frente a un sistema judicial cada vez más politizado.
La historia está llena de ejemplos en los que los verdaderos reformistas fueron tratados como criminales. Brasil atraviesa hoy una encrucijada que definirá no solo el destino de Bolsonaro, sino el futuro de la libertad política en el país.