Por Marcos León
Desde que se conoció el brutal asesinato de María Fernanda Benítez, surgieron voces en los medios, organizaciones y espacios familiares que, lejos de detenerse ante el abismo moral que este hecho revela, han preferido seguir hablando de “cuidarse”, de “educación sexual moderna”, de “realismo”. Se apuran a colocar sobre la mesa las mismas recetas que fallaron antes: más acceso a métodos, más información técnica, más resignación cuidadosamente maquillada de responsabilidad.
Pero esta vez no se trata solo de lo que se dice. Se trata del momento. Se trata de a quién se invoca. Se trata de Fernanda.
Porque ahora no son solo ideólogos, periodistas, ONGs con un discurso enlatado. También son muchos padres, ciudadanos, gente común que, con buena intención o cansancio crónico, ha empezado a hablar como quien ya bajó los brazos.
Está el padre que se declara abierto, comprensivo, empático: “Mi hija sabe que puede disfrutar, que lo importante es que se cuide. Le compramos pastillas. Le acompañamos”.
Y entonces uno se pregunta: ¿acompañamos… a dónde? ¿Hasta la libertad o hasta la deriva? ¿Hemos cambiado la formación por la complicidad? ¿El amor exigente por el consentimiento ciego?
Luego está el que se dice prudente, bien intencionado: “Hablamos, claro. Le dije que trate de esperar, pero si no puede, que al menos se proteja. Es su decisión”.
Y uno, con respeto, se permite preguntar: ¿de verdad es educación si sólo se limita a prevenir el daño físico, sin tocar el corazón? ¿Estamos formando personas o simplemente anestesiando consecuencias?
Y finalmente, el que calla. “Hoy en día… qué se le va a hacer. Todos hacen lo mismo”.
¿Y si no? ¿Y si no todos? ¿Y si hay jóvenes, como Fernanda, que todavía creen que su cuerpo y alma tienen un sentido, que su hijo no es un error, que el amor puede doler pero también puede redimir?
La pregunta se vuelve entonces incómoda: ¿estamos nosotros a la altura de esos jóvenes?
No son preguntas fáciles. Pero son necesarias.
Porque algo se quiebra en un país cuando la muerte de una joven valiente se transforma en plataforma para seguir instalando lo contrario de lo que ella eligió. Cuando defender la vida se vuelve excéntrico. Cuando el único mensaje que damos es: “hagan lo que quieran, pero que no se note”.
Fernanda no fue una víctima pasiva. Fue una afirmación valiente en medio del ruido. Pagó con su vida una decisión correcta. No se rindió. No huyó. Amó.
Y mientras la enterramos, nos preguntamos si no estamos enterrando también la esperanza de exigirnos más como adultos.
Quizá no necesitamos más campañas. Quizá necesitamos más padres que no teman parecer anticuados por hablar de virtud. Más maestros que no teman ser impopulares por hablar de carácter. Más familias que no teman parecer distintas por enseñar que el cuerpo no es instrumento, sino lenguaje. Que el amor no se consume: se entrega para siempre.
No se trata de volver atrás. Se trata de volver a mirar adentro. A recordar lo que sabíamos antes de empezar a justificarlo todo.
¿No será hora de volver a educar desde lo que nos hace verdaderamente humanos?
Tal vez Fernanda, con su silencio, nos gritó esa verdad. Y tal vez, aún estamos a tiempo de escucharla.