Quienes aún se aferran a la idea del “milagro boliviano” deberían mirar de frente la realidad. Bolivia no es hoy una democracia, ni mucho menos una economía en crecimiento. Desde 2006, el país está gobernado por un régimen autoritario de corte comunista que ha erosionado sistemáticamente las instituciones, perseguido a la oposición y sumido a la nación en una grave crisis económica y social.
La lista de presos y perseguidos políticos se extiende, superando el millar. Entre ellos se encuentran la expresidenta constitucional Jeanine Áñez y el gobernador cruceño Luis Fernando Camacho, ambos tras las rejas por el simple hecho de representar una alternativa al poder del MAS (Movimiento al Socialismo). Lo que se vive en Bolivia no es justicia, es venganza ideológica.
Pero la represión política no es el único síntoma del colapso. Bolivia enfrenta una escasez crónica de dólares y combustibles, reflejo de un modelo económico que ha agotado los recursos sin construir nada sostenible. El llamado “milagro” no fue más que una burbuja sostenida por los altos precios de las materias primas durante los años dorados del boom internacional.
Entre 2006 y 2019, Bolivia recibió 5,5 veces más recursos que en el periodo 1992-2005. ¿Qué quedó de esa bonanza? Setenta y cuatro empresas públicas deficitarias, de las cuales 25 eran consideradas estratégicas, un déficit fiscal creciente y una tendencia de crecimiento económico descendente desde 2013, a pesar del discurso triunfalista.
El comunismo no solo destruyó las bases institucionales de Bolivia, también dilapidó su futuro. Las cifras son claras y la represión también. Lo que se impuso en nombre del “pueblo” no fue justicia social, sino una oligarquía autoritaria con disfraz popular.
Negar que Bolivia es hoy una dictadura comunista es cerrar los ojos ante una evidencia dolorosa. Y creer que el modelo boliviano fue exitoso, es no entender que el populismo no construye: desgasta, divide y, finalmente, destruye.