El Parlamento húngaro ha aprobado este martes una decisión que marca un antes y un después en el debate sobre la soberanía de los Estados frente a organismos internacionales politizados: la salida del país del Tribunal Penal Internacional (TPI). Impulsada por el gobierno de Viktor Orbán, esta medida pone en evidencia la creciente desconfianza de muchas naciones hacia instituciones que, en teoría, deberían impartir justicia universal, pero que en la práctica han demostrado actuar con sesgo político e intencionalidad geopolítica.
Orbán no dudó en hacer pública esta postura durante la visita del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, a Budapest, un gesto que no fue casual: el TPI acaba de ordenar la detención de Netanyahu por su actuación en el conflicto en Gaza, equiparándolo incluso con líderes del grupo terrorista Hamás. Ante este atropello jurídico, Hungría optó por reafirmar su soberanía y desligarse de un tribunal que perdió su imparcialidad hace mucho tiempo.
La decisión húngara no representa un rechazo a la justicia internacional, sino a su instrumentalización política. El TPI ha demostrado actuar con doble vara, ignorando crímenes cometidos por ciertos actores geopolíticos poderosos mientras arremete selectivamente contra líderes de naciones soberanas que no se pliegan al guion globalista.
Hungría se convierte así en un faro de dignidad jurídica y política, al negarse a someter a sus ciudadanos y aliados estratégicos a tribunales internacionales que responden más a lobbies y agendas ideológicas que al verdadero derecho internacional.
Viktor Orbán, nuevamente, reafirma su visión clara de un Estado fuerte, libre de interferencias externas y comprometido con una política exterior basada en el respeto mutuo, la autodeterminación de los pueblos y la defensa de sus propios intereses nacionales.
El retiro del TPI no es un acto de aislamiento, sino de integridad. Porque no puede haber justicia sin soberanía, ni paz verdadera bajo la sombra del chantaje judicial internacional.