Mientras la 78ª Asamblea Mundial de la Salud (AMS) se prepara para sesionar del 19 al 27 de mayo en Ginebra, una ausencia vuelve a poner en evidencia el poder de veto de China en los organismos internacionales: Taiwán ha sido, una vez más, excluido. No por falta de méritos, ni por ausencia de voluntad, sino por la persistente presión del régimen de Pekín, que manipula arbitrariamente la Resolución 2758 de la Asamblea General de la ONU para suplantar la voz legítima de los 23 millones de taiwaneses.
La exclusión de Taiwán de foros como la AMS no responde a criterios sanitarios, técnicos ni humanitarios, sino a una estrategia geopolítica de asfixia que prioriza los intereses autoritarios de Beijing por sobre la cooperación y la salud global. En lugar de construir un mundo interconectado frente a pandemias y amenazas comunes, se impone el silencio diplomático a quienes —como Taiwán— tienen mucho que aportar.
Taiwán ha demostrado ser un referente mundial en cobertura sanitaria universal, gestión eficiente de recursos y aplicación de tecnología en salud pública. Durante la pandemia, su modelo fue elogiado incluso por voces independientes, a pesar de no poder participar oficialmente en las estructuras de decisión global. Hoy, con plena disposición a colaborar, compartir experiencias y trabajar por una atención médica sin fronteras, se le impide el acceso por el mero hecho de no someterse a la voluntad del Partido Comunista Chino.
La comunidad internacional debe asumir que la salud no puede estar subordinada a una agenda ideológica. Negar a Taiwán el derecho a participar en la AMS no solo es injusto; es peligroso. Porque ningún organismo que se diga «mundial» puede permitirse ignorar a un actor tan relevante por complacer a una dictadura.
Si el objetivo de la OMS es realmente proteger la salud de todos, entonces Taiwán debe estar en la mesa.