En un giro tan paradójico como preocupante, la democracia moderna se está convirtiendo en el pretexto para restringir sus propios principios fundamentales. Gobiernos y organismos supuestamente democráticos, con el argumento de «proteger el sistema», están adoptando prácticas que contradicen su esencia: impedir que los ciudadanos elijan libremente a sus representantes.
El fenómeno no es aislado ni anecdótico. En Francia, Marine Le Pen ha sido objeto de maniobras institucionales que amenazan su participación en futuras elecciones. En Brasil, Jair Bolsonaro —expresidente y figura central de la derecha— fue inhabilitado políticamente. En Rumania, la victoria de Georgescu fue directamente cancelada. Y en Alemania, el segundo partido más votado del país, Alternativa para Alemania (AfD), fue etiquetado como «grupo extremista», una categorización que allana el camino hacia su ilegalización.
Lo que une estos casos es una matriz común: la censura preventiva aplicada a candidatos y partidos incómodos para el statu quo. No hablamos de delincuentes ni golpistas, sino de fuerzas políticas que, con millones de votos detrás, desafían los consensos ideológicos de las élites progresistas y globalistas. La etiqueta de «ultraderechista», usada sin mayor precisión ni debate, se ha convertido en una herramienta de exclusión arbitraria.
Este nuevo paradigma no se manifiesta en tanques en las calles ni en golpes militares. Se impone a través de decisiones judiciales, tecnocracia institucional y campañas mediáticas que criminalizan la disidencia. El resultado es una democracia sin alternativas reales, donde se permite votar, pero no elegir más allá de los límites tolerados por el sistema.
Cuando el establishment decide quién puede o no presentarse a elecciones, no estamos ante una democracia en crisis, sino ante una democracia que mutó en autoritarismo. Y lo más peligroso es que lo hace bajo una apariencia de legalidad, barnizada de discursos sobre derechos, convivencia y protección institucional.
Los ciudadanos del mundo libre deben preguntarse si aceptar esta deriva es compatible con la libertad. Porque el verdadero extremismo es proscribir al adversario en nombre del pluralismo, vetar al distinto en nombre de la tolerancia y ahogar el voto popular en nombre del “orden democrático”.
El futuro de la democracia no se juega solamente en las urnas, sino también en nuestra capacidad de resistir esta deriva autoritaria que pretende disimularse tras una fachada institucional. La pregunta ya no es si estamos perdiendo libertades, sino si tendremos el coraje de defenderlas antes de que sea demasiado tarde.