Una escena tan impactante como reveladora tuvo lugar en la ciudad de Capiatá, donde una multitud se congregó para despedir a un delincuente conocido como “Keko”, abatido días atrás por un vecino que actuó en legítima defensa. El hecho, que podría haberse circunscrito al ámbito policial, destapó una realidad mucho más preocupante: el culto a la marginalidad y la celebración del fracaso como símbolo de pertenencia social.
“Keko” contaba con al menos cuatro antecedentes por robo y una orden de captura vigente al momento de su muerte. Sin embargo, en lugar de un repudio generalizado, su sepelio fue acompañado por una multitud que lo despidió como si se tratara de un héroe popular, evidenciando una profunda inversión de valores en sectores de la comunidad.
La situación se agravó cuando allegados del fallecido decidieron tomar represalias contra el vecino que se defendió del intento de robo. Prendieron fuego a un vehículo frente a la vivienda del presunto autor y lanzaron piedras que hirieron a un agente policial. Cabe destacar que la familia del hombre se encontraba en el interior del domicilio durante el ataque.
Este tipo de manifestaciones ponen de relieve un fenómeno social que ya no puede ser ignorado: la romantización del delito. Lejos de despertar indignación, la figura del delincuente es en muchos casos exaltada y convertida en referente. Se celebra la transgresión, se glorifica el camino fácil, y se normaliza la violencia.
El episodio de Capiatá no es un caso aislado. Es el reflejo de una grieta cultural que crece al amparo de la impunidad y la ausencia de autoridad. Una sociedad que llora a sus criminales mientras ataca a quienes se defienden está caminando al borde del abismo.
Revertir este proceso implica recuperar los valores fundamentales: el respeto a la ley, la defensa del que trabaja y la condena firme a quienes eligen el crimen como modo de vida. Porque cuando ser marginal se convierte en sinónimo de éxito, el verdadero derrotado es el país entero.