La pública postura del presidente de la República, Santiago Peña, referente al proyecto de ley que busca crear el Ministerio de la Familia ha causado una profunda decepción en un amplio sector de la ciudadanía que lo acompañó y confió en él durante su campaña electoral. Rechazar esta iniciativa, inspirada en los principios más arraigados de la sociedad paraguaya, no es un simple desacierto político, es una traición al electorado que lo llevó al poder con la esperanza de una defensa firme de los valores tradicionales.
El presidente alega que “no es el momento” para la creación de un Ministerio de la Familia. Sin embargo, ¿cuándo lo será? ¿Acaso no vivimos tiempos en los que la familia como institución fundacional de la identidad nacional paraguaya es atacada desde múltiples frentes ideológicos? ¿Acaso no urge consolidar estructuras estatales que protejan a nuestros niños, a nuestros jóvenes y a las mujeres desde una mirada integral, coherente y alineada con nuestra cultura?
El mensaje de Peña es claro: prefiere complacer a las élites internacionales (las mismas que impulsan la disolución de nuestras raíces culturales) antes que honrar su palabra ante el pueblo paraguayo.
Porque esta no es una discusión meramente técnica o administrativa, como intenta presentar el Ejecutivo, es una discusión moral; una discusión política en el más profundo sentido de la palabra: ¿quién define el rumbo del Paraguay? ¿Nuestro pueblo, conservador por esencia, o las agendas extranjeras promovidas desde organismos globalistas?
Peña parece haber olvidado que fue electo por un país que aún cree en la familia como célula madre de la nación y, con su negativa a respaldar el proyecto, da un paso más hacia esa tibieza calculada que tanto seduce en los foros internacionales, pero que tanto distancia a los gobernantes de su pueblo.
Lo cierto es que el proyecto del Ministerio de la Familia no pretende eliminar las estructuras existentes como el Ministerio de la Mujer o el de la Niñez. Por el contrario, busca integrarlas para fortalecerlas, para hacerlas más eficientes, más humanas y más cercanas a la realidad de nuestras comunidades.
Con esta postura, Peña renuncia a liderar con valentía. Renuncia a dar la batalla cultural que muchos esperaban de su gobierno. Y lo hace en un momento en que millones de paraguayos esperaban señales de firmeza, no de acomodamiento.
El error del presidente es político, sí. Pero también es histórico. Porque en tiempos de confusión, quien calla o retrocede, concede. Y el Paraguay no puede permitirse más concesiones.