La capacidad de Donald Trump para imponer su visión en la arena internacional quedó demostrada en más de una ocasión. En esta nueva gestión, primero, doblegó a México, Canadá y Panamá, obligándolos a realizar concesiones significativas para evitar el arancelamiento de sus productos. Ahora, su mirada está puesta en Medio Oriente, específicamente en la Franja de Gaza, con un plan que, de concretarse, representaría una reconfiguración extrema de la región y tendría consecuencias a nivel global.
El planteamiento de Trump es radical: Estados Unidos se quedará con Gaza. Para lograrlo, el presidente ha insistido en la necesidad de desalojar a la población palestina y dispersarla por diferentes partes del mundo. Egipto y Jordania han manifestado su rechazo, pero sus objeciones han sido minimizadas o incluso ridiculizadas por la administración trumpista. Esto no solo altera el panorama geopolítico en Israel, sino que fortalece a Benjamín Netanyahu como nunca antes.
No es casualidad que Netanyahu haya aceptado un plan de alto al fuego que, en apariencia, beneficiaba a Hamas. La diferencia con anteriores intentos de tregua promovidos por Joe Biden radica en que Trump ha ofrecido a Israel algo que su predecesor no podía: la seguridad definitiva de que la amenaza en Gaza será eliminada de raíz. Si el objetivo de Israel era la destrucción operativa de Hamas, Trump va más allá al proponer la desaparición de la base poblacional que podría sostener al grupo en el futuro.
Este movimiento alteraría completamente el equilibrio de poder en la región. Para empezar, frena las ambiciones expansionistas de Turquía, que había aprovechado el colapso del régimen sirio para proyectar su influencia. Recep Tayyip Erdogan, que soñaba con restaurar el dominio otomano, verá su margen de maniobra severamente reducido.
Otro actor clave afectado es Qatar, donde se encuentra una base militar estadounidense. Con Gaza en manos de EE.UU., la relevancia estratégica de Qatar disminuye, y sus estrechos lazos con Irán lo dejan expuesto a un aislamiento mayor.
Pero el mayor perdedor en este tablero es Irán. Con una base militar estadounidense en Gaza y un Netanyahu fortalecido, el régimen de los ayatolás enfrenta una amenaza existencial. No sería descabellado pensar que los planes para un cambio de régimen en Teherán ya están en marcha.
La caída de Irán tendría efectos en cadena. Rusia, que depende del régimen iraní para sostener su guerra en Ucrania, perdería un aliado clave en un momento en que Volodímir Zelensky ya ha aceptado concesiones económicas a EE.UU. a cambio de respaldo militar.
En América Latina, las repercusiones serían inmediatas. Cuba y Venezuela, dos de los regímenes más beneficiados por la asistencia iraní y rusa, quedarían debilitados. Con ello, grupos políticos alineados con el Foro de São Paulo y el Grupo de Puebla entrarían en crisis.
Además, el financiamiento de organizaciones progresistas que han promovido agendas de izquierda en Occidente también se vería afectado. Trump entiende que la lucha no es solo militar y geopolítica, sino también cultural e ideológica.
Trump ha dejado en claro que su plan de Make America Great Again no se limita a la esfera interna. Su estrategia busca restaurar el liderazgo estadounidense como la máxima potencia mundial.
Las predicciones sobre el colapso del «imperio estadounidense» parecen desmoronarse ante este nuevo escenario. Si la historia nos ha enseñado algo, es que los imperios no caen solo porque sus adversarios lo deseen. Roma estuvo al borde del colapso en el siglo I con emperadores incompetentes, pero la llegada de un líder fuerte como Vespasiano revivió su dominio.
Estados Unidos tiene una ventaja que ningún otro imperio tuvo: su éxito se basa en el libre mercado. Y la historia ha demostrado que, cuando se le deja crecer, el mercado libre no colapsa, sino que se expande. En este nuevo orden global, Trump no solo busca consolidar el poder de su país, sino redefinir el futuro del mundo entero.