El veredicto del Hugo Javier con una pena de 10 años de cárcel por desvío de fondos COVID19, por valor de más de cinco mil millones de guaraníes, de la Gobernación del Departamento Central, pone en evidencia el flaco análisis sobre el fenómeno de la corrupción que se realizan en medios de comunicación, a la luz de desvencijadas perspectivas teóricas e intereses sectarios.
En primer lugar, el análisis de los típicos tertulianos progresistas es reducir el caso de Hugo Javier a la aburrida dialéctica cartes-anticartes. Es el lugar común del comunicador típico que de esa forma muestra sus credenciales de repetidor y amplificador de la forma más vulgar del oficio: la militancia.
Sin embargo, existe otro indicio que me parece aún más sintomático: el silencio y la negación respecto a que Hugo Javier no es un ser ajeno al ecosistema de los medios de comunicación. El número 2 no cayó en paracaídas a la política y, sin embargo, ningún comunicador, periodista o figura televisiva o radial salió a reconocer: este era de los nuestros.
Esa propensión a negar que el mal pervive entre nosotros y a declarar, santiguándose, que el corrupto siempre es el otro, es una característica humana, demasiado humana. Es más fácil hoy, pregonar repetidamente desde los techos de las radios y la televisión, que Hugo Javier era cartista o era abdista, antes que reconocer que era uno de los nuestros, un profesional de los medios de comunicación.
A los comunicadores, periodistas y profesionales de los medios que viven en la negación, diría Freud, hay que apuntarles lo que ya advertía el sociólogo alemán Max Weber (1864-1920) en su obra “El político y el científico” (1919), que «solo el periodista es político profesional y sólo la empresa periodística es, en general, una empresa política permanente». Este amable recordatorio viene a colación de que los análisis periodísticos más febriles, basados en la dicotomía cartes-anticartes del caso Hugo Javier, quizás sean una maniobra compulsiva de comunicadores obsesos para evitar confesar que Hugo Javier González sencillamente fue, por décadas, el favorito de los medios de comunicación y amigo de muchas de las putas con escapulario hoy escandalizadas.
No estaría de más reconocer que, casi sin excepción, cada incursión de los profesionales de medios de comunicación en la arena política ha sido un completo desastre y ha expuesto la lepra moral de los impolutos, que día a día pontificaban tras una pantalla con el monopolio del micrófono, demostrando que no eran tan inmunes a la corrupción moral y política como proponían. “Si yo era”, he’i suplente.
Desde Nicanor Duarte Frutos, Evanhy de Gallegos, pasando por Cinthya Tarragó, y de Mario Ferreiro a Oscar “Nenecho” Rodríguez, hasta el hoy condenado, Hugo Javier, ninguno, pero ninguno, de estos ex hijos dilectos de los medios de comunicación ha salido ileso e incólume, sin sospechas, denuncias o, incluso, procesos de participación en esquemas de corrupción en el poder político. En síntesis, los periodistas no lo han hecho mejor que los políticos profesionales.
Reconocer nuestra propensión individual a la corrupción moral, como seres humanos, es el primer paso para ser buena persona y confesar nuestra tendencia a la corrupción política, es el primer paso para ser buen periodista y político. Pero antes es importante comprender de qué va la corrupción como fenómeno social y sistémico y bajo qué situaciones somos más corruptibles los seres humanos. Un análisis erróneo de la corrupción basado en sermones de fe victoriana, en el conflicto estéril cartes-anticartes o en la compulsión tribal de señalar el mal siempre en el otro, quizás sirva para satisfacer nuestros impulsos, pero no refleja un esfuerzo genuino y racional para entender y abordar el flagelo institucional que representa la corrupción, hija de la mala política, pero nieta de peores ideas.