En esta era dorada de la corrección política, donde las palabras son examinadas con una lupa y cada opinión vertida es una bomba de tiempo, no puedo evitar preguntarme: ¿Tener opiniones propias un deporte extremo?
Imaginen esto: levantas la mano en medio de una conversación relacionada a los derechos humanos y tienes la feliz idea de decir «pienso que todos deberíamos ser tratados por igual». ¡Zás! Las etiquetas vuelan: ¡intolerante! ¡Fascista! ¡Retrógrado! Porque, claro, en este mundo “Woke”, hablar en favor de la igualdad es más o menos lo mismo que afirmar que la Tierra es plana o que Elvis Presley está vivo y atiende una pizzería en Marte.
Tener tus propias opiniones es tan complejo como caminar por una cuerda sobre un volcán activo. Si te mueves, aunque sea un milímetro de la corrección política que nos imponen, es mejor que estés mentalmente preparado para la condena social.
Opinar desde el sentido común es jugar a la ruleta rusa, pero con una pistola cargada de argumentos estúpidos. Ser hombre o mujer es una cuestión biológica: transfóbico; Los valores en los niños deben ser transmitidos por sus padres: patriarcal; hombres y mujeres no somos iguales, pero si complementarios: sexista. Y así podríamos alargar esta lista prácticamente hasta el infinito porque la lista de “ismos” y “fobias” se ha vuelto interminable para quienes no comulgamos con la masa amorfa en la que se están convirtiendo las sociedades modernas, para los monstruos que habitamos el purgatorio social.
Pero lo más triste de esta “era de las etiquetas”, lo más irónico, es que quienes claman por más diversidad son los que odian la pluralidad de ideas, los que prefieren encasillar a las personas en categorías que convienen a sus trastornos personales.
Pero, amigos míos, no me rindo… no se rindan, porque mientras navegamos con destino incierto por este circo de lo políticamente correcto, debemos recordar que tener opiniones propias es un acto de valentía, de rebeldía contra un mundo mediocre que prefiere la conformidad disfrazada de tolerancia.