La galería de partidos finales de Copa Libertadores acaba de recibir un miembro de pleno derecho más. Angustiante. Eso, porque hay que sincerarse con las emociones que depara una disputa tal como la que acaba de finalizar en una de las catedrales del fútbol mundial. Angustiante porque no creo que a nadie que la presenció le pudo haber pasado sin hacer mella. Angustiante porque es el estado del alma ante la incertidumbre y su carácter huidizo. En fin, Fluminense en una noche épica más de final de Libertadores subió al Olimpo de los grandes porque, como gran virtud, se aferró a sus convicciones aún en los momentos más complejos.
El camino caminado
No hay puntos sin hilos que van tejiendo el recorrido de este o cualquier equipo. Fluminense tejió este viaje con llegada a destino vestido de galera y bastón, sí a la vieja usanza, reivindicando mucho de esa anarquía estética del fútbol brasileño que tanto se añora y reclama a la nación pentacampeona.
Los resultados no fueron arrolladores, sobre todo en fase de grupo. El fútbol jugado sí era samba y bossa nova, infantilismo y poesía delicada. Todos estaban esperando a que caiga para decirle: “dale, seguí pisándola ahora… Dale, salí jugando desde el fondo”.
Fluminense no solo siguió pisándola y sacando desde el fondo: llevó al extremo su postura. Tuvo fe, tuvo convicción en su idea. Si perdía, iba a ser jugando al fútbol en el que cree.
Por el camino quedaron rivales de peso, todos campeones con historia: River, Olimpia, Inter… Camino la cornisa en muchísimos pasajes de esas épicas eliminatorias. Pero había notado, yo, que el semblante de los jugadores no cambiaba ante el más complicado de los escenarios. Venía fea la ficha, pero Fluminense con Diniz como ideólogo no se apartaba de sus convicciones.
Ganó a su manera, y si perdía, no iba a terminar perdiendo también su identidad. Por momentos tuvo pasajes de brillantez absoluta como en la eliminatoria contra Olimpia en Asunción: sometido por el vértigo del partido largo planteado por los de Chiqui Arce, supo ser una flor que creció impertinente rompiendo el asfalto para terminar floreciendo, digna, segura.
Las finales se ganan
Pero hay que jugarlas. Y mejor si la jugamos a lo que sabemos, a lo que hemos preparado toda la temporada. Las finales, por más que sean a partido único, no son para desconocerse, para eliminar la propia identidad en busca del infierno del exitismo.
Fluminense encaró este partido único, en el que cargaba con varias sospechas: el de ser un equipo poético, la angustia de sus hinchas por el temor de no estar a la altura una vez más de la ansiada gloria, el recontra copero Boca Juniors en frente. Y lo encaró siendo el Fluminense florido de Fernando Diniz.
Florido y funcional. Adepto a la funcionalidad por encima de los rótulos. Convocando a sus recursos a estar cerca del balón para armar rondos en cualquier zona del campo, todos jugando a uno, dos toques, todos jugando con el que ven, sin complejos… Pam, pam, pam, de repente, alguien rompe líneas y genera una herida en el rival que se sintió atraído por ese toque hipnótico del balón y ya tiene que correr para atrás.
El gol de Germán Cano surgió así. La aparición del argentino que fue una epifanía desmarcándose desde la espalda de Advíncula hacia el centro del área para recibir la asistencia y rematar cruzado al palo cambiado de Romero había puesto cierta sensación de justicia al marcador por el desarrollo del juego. A fin de cuentas, eran los de Diníz los más atrevidos, los más coherentes con su filosofía. Así se cerró la primera parte.
La segunda deparaba la montaña rusa de emociones. Boca se sabía urgido, adelantó líneas, pero siempre careció de juego. Asomaba por empuje y por posicionamientos más que por construcción. Nunca pudo colocar a sus delanteros mirando al portero brasileño. Sin embargo, en el más pausado ataque, los argentinos bascularon de izquierda a derecha para llegar al peruano Advíncula posteado como extremo, en el vértice del área. Emprendió una diagonal que parecía poco convincente, y ante la nula presión brasileña, clavo un zurdazo al palo derecho del portero brasileño para empatar una final que, a pesar de todo, era bastante pareja.
Boca lo había empujado, había presionado más arriba y más fuerte. Una vez más, Fluminense parecía verse apretado. Parecía. En los momentos más calientes de una final de Libertadores, no renunciaron a lo suyo: pam, pam, pam, de repente se rompe el rondo y alguien ya conduce contra los defensores. Poesía.
El alargue ya no se explica, se lo siente en la piel hecha erizo, en las manos sudando, en las pupilas dilatadas. Eso fue el alargue. Keneddy adelantó a Fluminense al borde del final del primer tiempo del alargue y con el festejo “desmedido” (¡hay, reglamento querido, no te alejes de la vida!) se fue a las duchas antes del final.
Sin embargo, Fabra emparejó las cantidades en cancha ante una irresponsabilidad. El segundo del alargue ya fue fútbol desatado de formalismos, de explicaciones, de razones. Bruno Valdez de ariete para atacar los centros; los centros que no fueron buenos porque las piernas ya no son las mismas que en otro día.
Y el final que terminó coronando al equipo con antecedentes más cercanos a construir victorias, al más valiente de los dos en cancha.
De galera y bastón
El Fluminense de Fernando Diníz, flamante campeón de Copa Libertadores: equipo de entrenador, moldeado en base a las creencias de su entrenador. Con gran caudal de calidad. Marcelo, André, Cano, Arias, don Paulo Henrique Ganso, Keno, Keneddy… A fin de cuentas, un modelo de juego son los jugadores (diría el bueno de Pep: “la táctica son los jugadores”)
El Fluminense de Fernando Diniz, equipo de nostalgia: nos remonta a las expresiones más alegres, más poéticas del fútbol brasileño: juego libre, asociaciones libres, superioridades numéricas en la zona del balón, pero más que nada, superioridades cualitativas y empáticas.
Suena samba y también bossa nova.