Todos los 12 de octubre recordamos el Día de la Hispanidad en el Paraguay y también en otros países que nos imitaron tiempo después, para bien. Esa fecha coincide con la restauración de la República del Paraguay el 12 de octubre de 1813, con lo que tenemos doble motivo para conmemorarla en nuestro país.
Desgraciadamente, el siglo XIX no fue el mejor para la historia de la América Española (aunque su sucesor, el XX, estuvo allí cerca disputándole el primer lugar en lo caótico). En una jornada triste de mayo de 1810, el Río de la Plata se vio convulsionado por las ínfulas revolucionarias; la soberbia surgió y algunos pretendieron erigirse en amos y señores de todas estas alegres comarcas, sin autoridad ni fundamento alguno para dichas ambiciones de tinte napoleónico.
Muchos criollos, atolondrados por tanta proclama efusiva y aún mayor verborragia, siguieron a tambor batiente las consignas de esos tiempos, tan decimonónicos y tan libertarios. «No queremos al amo viejo ni al amo nuevo» exclamaban. «Seamos libres y lo demás nada importa» decían. Consecuencia natural de creer en versos melifluos y en bravatas dizque patrioteras. La realidad pronto se impuso a la ficción: se cambiaron «unas cadenas por otras», así de cruel; y no escaseaban quienes, con mucho tino, afirmaban que los viejos lazos eran tolerables y hasta dulces en comparación con los verdaderos «grilletes» en el cuello que nos impusieron desde esa infausta revolución. Por supuesto que para toda regla, siempre hay excepciones. Los paraguayos (bueno, algunos, los que conocen la profundidad del tema) nos enorgullecemos de nuestra heroica resistencia de 60 años contra estos endemoniados efluvios, pero tarde o temprano debíamos sucumbir. ¡No se puede contener a una inundación con una sola roca!
Pero la «ruda política» no fue lo único que cambió desde entonces. También se instalaron modelos de dominación socioculturales, lo que suele llamarse «poder blando». Esto obedece a una lógica sencilla que el mundo anglosajón siempre comprendió a la perfección, de hecho, que construyeron su proyecto de civilización sobre esta base: el que domina las mentes domina a la política.
Desde el siglo XVI, protestantes, holandeses e ingleses, que no podían vencer a la supremacía militar española, debieron ingeniarse para hacerle daño desde otros ángulos. Crearon la llamada «Leyenda Negra», esto es, una colección de artimañas panfletarias y meramente propagandísticas, con poco de realidad en ellas, con las que se buscaba minar el prestigio y ridiculizar a la cultura española y católica. Pronto, los franceses, por la «envidia de la impotencia», se unieron a esta recitación de patrañas y «como la gota que agujerea a la piedra», los hispanos del mundo terminaron creyéndola completita. A esto se añade un cóctel malsano de ideología iluminista y liberal para tener por resultante al delirio fatal que consumió a la América Española en el mencionado siglo XIX. La propaganda, el «dominio cultural» del mundo anglosajón aplasta a nuestros países desde entonces.
Pero la pregunta que surge es la siguiente. ¿Produjeron los anglosajones, en realidad, un «mejor contenido de tipo cultural» que los países hispanos?
Si nos guiamos por lo que diría la «Academia» en la actualidad, ellos probablemente capitulen de inmediato y digan «sí», porque la mejor manera de vencer al enemigo es lograr que este no quiera combatir siquiera. Pero un análisis concienzudo y cuidadoso nos dará por resultado de que, en realidad, ni siquiera en la mayor de las postraciones en lo referente a poderío internacional, los países hispanos dejaron de crear verdaderas luminarias de nuestra cultura que terminaron iluminando al mundo entero por su ingenio y creatividad.
Hace pocos días, el loco de «Cantinflas» me sacó algunas sonrisas, cosa que es bastante difícil de lograr. Este mejicano hablaba en nuestro idioma y hacía cine según nuestros códigos culturales. ¡Y es admirado por todos! Excepto, desde luego, el mundo anglosajón. Los mismos que hasta hoy no saben qué hacer para que los hispanoamericanos dejen de reír con los personajes de «Chespirito». ¡Pos ni modo que riamos de los pretendidos chistes de «Friends»!
Un secreto que me atrevo a revelar. Sí desean someterme a una sesión de tortura china, solamente tienen que ponerme a mirar «Friends» o «Seinfeld» o todas esas aberraciones de la televisión yanqui. ¡Por el amor de Dios, de Jesucristo Crucificado y de Santa María! ¡Qué carajo le pueden ver a esas… Cosas… no puedo entender! Escapa a mi cerebro límbico tanto… Supuesto sentido del humor…
En fin, gracias a mis buenos amigos Dr. Garcipovitch y Rommel Alf, recordé lo gracioso que podía ser «Condorito», esa tira de tebeos de origen chileno que tenía fama en todos los países castellanos.
«Hola, pajarraco, ¿qué haces por aquí? Ay, no. Es Saco de Plomo. Mejor veo una manera de burlarlo. ¡Hola, Saco de Plomo! Estaba pensando en la manera de tener en suspenso a un estúpido por 24 horas. ¿En serio? ¿Y cómo se hace? ¡Te lo cuento mañana! ¡Plop!».
Lo reescribí, en formato «Yo el Supremo» de Augusto Roa Bastos, para que cada quien lo lea y lo interprete detenidamente. Desde luego que en estos decadentes tiempos, hay personas que «ni Condorito leen» y mucho menos conocen la genialidad cervantina del paraguayo más laureado de las letras españolas. Por descontado damos que en el mundo anglosajón, salvo burdas imitaciones y kitsch, jamás de los jamases surgió un Augusto Roa Bastos, para no hablar del colombiano Gabriel García Márquez o del peruano Mario Vargas Llosa (ambos dirían a nuestro compatriota, «Tú, el Supremo», pues la admiración que existía entre ellos era mutua, se apoyaban a la vez que se competían).
Recordando al simpático «Condorito», rápido aparecen otros nombres como la analítica e irónica «Mafalda» del argentino Quino, el heroico «Nippur de Lagash» del paraguayo Robin Wood… ¡Qué tiempos aquellos!
Alguien pronto saltará a decirme que «también los anglosajones tienen gran literatura» y pronto salto a contrariarles… ¿Qué es su «gran literatura»? ¿«Cheikspir», que nunca escribió una novela y que ya era «kitsch» incluso en su época, escribiendo temas de los que se habló un millón de veces antes que él? Y para de contar… Para de contar… Ahí terminó la «gran literatura» del mundo anglosajón. Todo lo demás se reduce a «novela rosa» («Orgullo y Prejuicio» me viene a la mente) o «novela de caballería» («El Señor de los Anillos», guste o no, no pasa de ser el «Amadís de Gaula» con más tomos y algunos detalles de color).
P… Pe… Pero… ¡Pero nada! ¿Me olvido de alguien? Seguramente, siempre hay excepciones a la regla. Oscar Wilde, por ejemplo, que fue un gran dramaturgo y autor de novelas con tinte de «cuentos de hadas», que en el fondo buscaban dar moralejas al mejor estilo de Baltasar Gracián. Lo que pasa es que, en la dualidad eterna del anglosajón, en el fondo todo esto no era sino una manera de ocultar la procesión que iba por dentro: el irlandés (de yapa, no era inglés siquiera) Oscar Wilde era más o menos… Sodomita. Y todo esto se repite en la literatura inglesa: aquel que pretende ser «moralizante» o «puritano», no es sino un degenerado que está guardando todas sus depravaciones en un placar. ¡Anglicanismo puro y duro!
Los hispanos no somos así porque creemos en la realidad de las cosas, no en las fantasías. Pensamos que la luz, tarde o temprano, se sobrepondrá a las tinieblas por lo cual es un sinsentido vivir en disimulos. Por ende, retratamos al mundo «tal y como es», no como «quisiéramos que fuera». En la literatura anglosajona, estamos repletos de «Harry Potter» porque ellos viven en un constante estado de evasión; no solamente imponen propaganda al resto del mundo, sino que terminan creyendo en sus propias mentiras. ¡Es que no tienen otra alternativa, pues se les derrumba el castillo de naipes si hacen lo contrario! Por esta razón, es sencillamente imposible que en el mundo anglosajón surja (salvo kitsch e imitación) una novela como «Pantaleón y las Visitadoras». ¡Aunque ellos hayan tenido personajes, de la realidad, mucho más polémicos que el presunto Pantaleón de Vargas Llosa, que solo cumplía órdenes!
Pero entonces… Si somos tan buenos… ¿Cómo es que ahora estamos tan en la cuneta?
Porque a la larga, la propaganda y la potencia de la «dominación cultural» que el mundo anglosajón ejerce, va imponiéndose sobre la América Española. Es un proceso de más de 200 años, que se exacerbó mucho más desde el final de la llamada «Guerra Fría», cuando la «globalización», esto es, la hegemonía de EEUU y sus compinches británicos se convirtió en la consigna mundial.
Antes de la caída de la URSS en 1991, en el «mundo libre» existía un relativo espacio de difusión y florecimiento de las distintas «culturas nacionales» de los países hispanos, más que nada porque convenía en ese entonces a los intereses norteamericanos y/o simplemente, porque no estaban muy concentrados en penetrar a sangre y fuego dentro de esos territorios entonces inexplorados para ellos, en donde tenían todas las de perder. Los hispanos, pues, poseían amplia libertad de acción para promoverse a sí mismos, para fortalecerse culturalmente, para difundir a sus autores y literatos de verdadero fuste intelectual. En esto también jugaban los soviéticos, que daban sustento a los que consideraban «de su bando», generándose de esta forma toda una dinámica de creación y de dialéctica.
Llegó 1991, para la Mayor Gloria de Dios por el fin de la perversa Unión Soviética, pero también para mayor desgracia de la humanidad entera en otros sentidos, pues el «turbo capitalismo» de EEUU y sus lacayos quedaba rampante. Ya no había más barreras para los especuladores usurarios de Wall Street y sus representantes políticos, para sus parasitarias ideologías con el envoltorio de la «democracia liberal». Por añadidura, el «sistema atlantista» que prevaleció, sea por deseos de expandirse, sea porque le parecía una amenaza o por una combinación de ambas, se metió plenamente a arrasar con lo que quedaba de «resistencia» a su pretendido predominio: las letras hispanas.
Donde ellos nunca pudieron sobreponerse por el talento y la habilidad, lo hicieron, de nuevo, por la propaganda y el ruido ensordecedor. Llenaron a nuestros países de toda su basura literaria, potenciada con la más poderosa maquinaria propagandística jamás ideada («Hollywood»; ni el macabro Nacional Socialismo Alemán llegó difundir tantos delirios y mentiras como las que salieron desde este lugar). De esa manera, hoy más que nunca, los hispanos «ya no leen ni Condorito» y sin embargo anhelan, como si fueran angloparlantes, que la morralla a la que falsamente se denomina «literatura» escrita por George R. Martin, a la que siempre denomino socarronamente «Gay Mostrón», sea de una buena vez publicada, para que todos lean «cómo termina» y luego se olviden de su existencia.
Pasamos de «Yo el Supremo» a «Harry Potter»; de «Pantaleón y las Visitadoras» a «Gay Mostrón»; de «100 Años de Soledad» al «Señor de los Anillos». ¿Acaso quieren mayor evidencia de la decadencia en la que estamos?
Condorito… Mafalda… Nippur de Lagash… Reemplazados por productos que no son necesariamente superiores, como las historietas yanquis, que solo se imponen por la propaganda y la mercadotecnia, por el «dumping» librecambista de la globalización. Lo mismo acontece con los personajes de «Cantinflas» o «Chespirito», que quizás no representen a la cúspide del humor televisivo, pero puedo apostar una «libra de carne a Shylock» de que son más graciosos que «Friends», «Seinfeld» o demás esperpentos disfrazados de chistosos.
El resultado del «turbo capitalismo» globalista es que las expresiones culturales de las naciones quedan absorbidas por el «Marketplace», así en inglés. Se reducen a meros productos de compraventa, a nichos de mercado para los gustos y colores de los clientes. La genialidad se ve anulada por la homogenización proveniente de los centros de poder políticos o económicos, y lo único que nos queda es ver cómo, cada vez con mayor insistencia, los productos que surgen de la América Española se parecen crecientemente a aquello que consumen en Estados Unidos, sin que acontezca la contrapartida, esto es, sin que cambien los hábitos de consumo cultural de los estadounidenses, aun con toda la inmigración hispana que habita allí. Dicho con mayor sencillez, no son los «anglos» quienes se adaptan a la cultura hispanoamericana, sino los hispanoamericanos quienes se adaptan a la cultura «anglo». Y no hay cosa más grotesca que un «hispano» que funge de «anglo».
Como último reducto, tenemos a las letras españolas. A la larguísima e imbatible tradición hispano-grecolatina que se remonta a las «Cantigas» del Rey Alfonso el Sabio y que alcanza al llamado «boom hispanoamericano» del siglo XX. Pero la globalización vino a dar un golpe duro a este infranqueable fortín. Los anglosajones no han creado mejores ni más talentosos escritores que los nuestros, pero han ahogado nuestro mercado con sus productos de tercera y de cuarta categoría, al punto tal que los consumidores actuales (que ni siquiera leen «Condorito», para colmo) creen que «Harry Potter» o «Gay Mostrón» son el cénit de la genialidad literaria, cuando no se tratan de otra cosa sino el eterno síndrome del «anglicanismo» con sus complejos taponados por la fantasía de lo inauténtico, la evasión de la realidad, el remedo de la sustancia disfrazada de mucha parafernalia sensualista y atizado por la propaganda de Hollywood, con el único objetivo de evitar el enfrentamiento con la Verdad: jamás produjeron mejores escritores que los de la lengua española.
De hecho, que hago la siguiente pregunta. ¿Acaso uno ve que ellos estudien a las letras hispanas tanto como en nuestras universidades se estudia a las letras anglosajonas? Nunca fue una cuestión de calidad sino de dominio cultural. Para ellos, estudiar al más grande escritor de la historia, Miguel de Cervantes, es una cuestión de curiosidad; para nuestros «académicos», hablar de «Cheikspir» o del borrachín Bukowski es ser «el súmmum de la intelectualidad». Porque es más fácil, con la contaminación sonora y cultural de nuestra época, pasar de refinado conocedor usando comparaciones poco rebuscadas con «1984» de Orwell o con «Mundo Feliz» de Huxley, pero no saber que en el teatro de Don Pedro Calderón de la Barca, el barroco de los desengaños, todas estas temáticas ya están largamente expuestas y desarrolladas con más potente penetración. Solo es cuestión de recordar al Príncipe Segismundo, que es encarcelado por su padre el Rey Basilio porque este tiene miedo de que su hijo se convierta en un tirano, sin razón alguna.
¿Decir esto significa que uno «odia» a los anglosajones? Para nada. Solo estoy haciendo una descripción objetiva de la realidad, así como reconozco que en el ámbito de la «música ligera», del rocanrol y sus géneros relacionados, ellos nos superan ampliamente. Es más, admiro con sinceridad su astuta y pícara inteligencia: ellos añoran la posibilidad de poseer el «monopolio» del buen gusto musical, y tras ese objetivo, se embarcaron no solamente en el proceso de magnificar la calidad de sus productos sonoros, sino que también tomaron al malsano y horripilante «reguetón» y lo convirtieron en un arma de destrucción masiva en contra de la verdadera y auténtica música hispanoamericana.
Sí, señores. Lo estoy afirmando abiertamente. El «reguetón» es un «arma de destrucción masiva» que los anglosajones crearon (o más bien, potenciaron) con la aviesa intención de aniquilar a la industria musical hispanoamericana. Donde antes se consumía la «salsa», el «merengue», la «cumbia», el «chachachá»; donde antes existían, en plan de igualdad con el «pop británico-estadounidense», el «bolero», la «milonga», el «chamamé», el «mambo», el «ballenato» y otros estilos, hoy tenemos un yermo desértico de puro «reguetón» (con sus variantes) que para todos los fines y propósitos prácticos, ha dejado fuera de todo combate a cualquier cantautor hispano que quiera hacer algo distinto y más «elevado». Es una victoria en doble sentido para los yanqui-británicos: ellos se adueñan de la «mejor música» y al mismo tiempo, retratan a los «hispanoamericanos» como meros subdesarrollados tribales cuasi-cavernícolas en su estética musical.
Nunca oculté mi admiración hacia los anglosajones con esa maquiavélica agudeza que tienen para conseguir sus propósitos. ¡Merecen dominar al mundo gracias a ese invento suyo, el «reguetón», con el que caricaturizaron, falsificaron y aniquilaron de un bombazo a toda la música popular hispanoamericana!
Pero recordamos recientemente al «Día de la Hispanidad» y es necesario decir, con mucha convicción, que no todo está perdido. En las letras, en las artes y la música de la América Española tenemos demasiado potencial. De hecho que hay una supremacía incontestable a nuestro favor. Es cuestión de que regresemos a nuestras raíces, que nos alimentemos de esa nuestra Madre Nutricia, esa España de Cervantes y del mallorquín Cristóbal Colón; de nuestro «Condorito» y nuestra «Mafalda»; de «Nippur de Lagash», Chespirito y Cantinflas. Que leamos más a Don Augusto Roa Bastos, a Don Mario Vargas Llosa y que dejemos a los anglosajones sus «Harry Potter» y sus «Gay Mostrón», que es lo único que pueden escribir, pobrecitos. Sí no fuera por su «Hollywood», seguirían siendo la burla eterna de toda cultura verdadera en el mundo. Ya el ruso León Tolstoi se encargó de decir que «Cheikspir» está más sobrevalorado que perfume francés, opinión que compartía Nikolai Berdiáyev, a la que me sumo, como se habrá percibido. Y los rusos, en verdad, saben de letras y de literatura, creo que son los únicos que podrían competirnos en ese menester.
¡Y que dejemos de escuchar «reguetón», invento de los yanquis, roguemos al Señor!