A principios de septiembre, concretamente, la segunda semana, tuve la oportunidad de reunirme con algunos empresarios de mi natal Cochabamba. Conversamos de varios temas, pero hubo uno que nos motivó a meditar sobre la penosa situación de Bolivia, me refiero al proceso de destrucción institucional, política, social y económico que experimentó nuestra patria los últimos veinte años.
¿Cómo una nación que arrancó el Siglo 21 con democracia, libertad y futuro ha pasado a ser un simple satélite del castrochavismo?
A comienzo de los años 90, la caída del muro de Berlín y la desaparición de la URSS dejaron sin discurso ni banderas a todos los agitadores, pandilleros y milicianos de la izquierda hispanoamericana, usando sus propias palabras, se habían quedado sin sujeto revolucionario.
Sin embargo, eso no los detendría, mucho menos los haría meditar sobre lo obtuso de sus ideas, sino que buscarían la manera de mantenerse vigentes en la opinión pública, que para ellos es sinónimo de generar miedo y cometer delitos.
En el caso particular de Bolivia, los instrumentos de conspiración ya no serían las fuerzas guerrilleras, como las que usó el asesino serial del Che Guevara, sino algo mucho más sutil, pero igual de maligno, las ONGS.
Bruno Fornillo, uno de los tantos aduladores del cocalero Morales, relata como en los 90 la izquierda boliviana se rearticuló alrededor de una pila de ONGS, más de 400. Su tarea central fue hacer que la opinión pública y la prensa tengan simpatía por Evo Morales y sus pandillas cocaleras. Vale decir que todo se trató de construir alrededor de un iletrado y violento dirigente cocalero la nueva imagen del Socialismo del Siglo XXI, la del «indígena» que lideraba a los humildes y aborígenes bolivianos.
De hecho, eso que bautizaron como el «proceso revolucionario de Bolivia» es, simplemente, la suma de un montón de actos delincuenciales y terroristas, que van desde la destrucción de propiedad pública hasta el asesinato de uniformados de la policía y el ejército. Crímenes que contaron con el apoyo de la inteligencia cubana y venezolana y los dólares de los grandes cárteles del narcotráfico sudamericano, por ejemplo, las FARC.
O sea, que, a la lucha contra el narcotráfico, las ONGS tuvieron la habilidad de endilgarle un contenido ideológico para convertirla en una nueva versión de la lucha de clases, o en el caso particular de nuestro país, en una lucha de etnias (blancos versus indígenas).
Pasa que no entendimos que el Socialismo del Siglo XXI es la fachada que han usado para presentar como política aquello que es, simplemente, una estructura de crimen transnacional, aunque el Socialismo del Siglo XX era exactamente igual. Al respecto, Carlos Sánchez Berzaín, jurista boliviano y un gran entendido en temas de política de Latinoamérica, en su artículo titulado: Las dictaduras del socialismo del siglo XXI no tienen pueblo, economía, narrativa ni opciones, afirma lo siguiente:
Para nosotros, los bolivianos de a pie, el asunto se volvió un problema grave, pues no solamente estábamos siendo atrapados por las manos de un ignorante, sino de un rufián sin el menor escrúpulo. Un delincuente que no solo iba a fabricar miseria, como lo muestran los datos económicos, sino someter al país a las garras del castrochavismo.
En conclusión, hoy, a veinte años del golpe de Estado del 2003, Evo y sus bandoleros han rifado la renta gasífera; destrozaron la economía, al extremo que el país lleva diez años continuos de déficit fiscal; convirtieron a Bolivia en un narcoestado; redujeron la nacionalidad boliviana a sinónimo de traficante de drogas, finalmente, llenaron las cárceles bolivianas de presos políticos. Son dos décadas de infamia.