El manejo y la comprensión de los límites es una cuestión trascendental para el ser humano. Empezando por los propios. Conocerlos, saber pararnos en lo que sabemos y en lo que no sabemos, nos hace conscientes de nuestras debilidades y nos vuelve fuertes. Solo cuando nos volvemos fuertes y seguros, tenemos la capacidad de mostrar nuestras debilidades sin temor alguno y nos hace capaces de saber cuándo no podemos, nos hace capaces de pedir ayuda, de aceptar que nos enseñen, así como también de delegar tareas. La razón que hace a una persona segura es conocer bien sus límites, sus limitaciones y sus fortalezas.
Los límites que nos ponemos a nosotros mismos son los que nos sirven como base para poner límites a los demás. Todo límite es bidireccional, es decir, inicia con uno mismo para luego poder ser explicado a los demás.
Y en esta concepción, los límites liberan más que limitar. Nos permiten desplegar nuestras capacidades, liberar nuestras potencialidades y negociar. Pero hoy en día, los límites tienen un marketing en extremo negativo, tanto que se los suele confundir con las limitaciones o con el autoritarismo. Muchas personas ven y viven los límites con una enorme frustración que a menudo los impulsa a rebelarse y transgredirlos.
Y así, un manejo inadecuado de los límites nos puede llevar a experimentar distorsiones. Y dentro de estas distorsiones hay una que merece particular atención: la omnipotencia. Cuando uno sabe qué puede y qué no puede, le resulta mucho más fácil ponerle límites al otro. Quienes tienen dificultades para decirle que “no” a los demás, en el fondo, también la tienen para decírselo primeramente a sí mismos.
A menudo, la conducta del omnipotente parte de la concepción del “Yo lo puedo todo”, “yo lo se todo”, “yo no necesito ayuda”, “lo que dicen los demás no tiene sentido”. Y esa concepción lo lleva a ir a fondo, no buscando transgredir los límites, sino buscando encontrarlos.
Ahora imagínense a un omnipotente con poder político. La omnipotencia, la soberbia, el orgullo, la vanidad y el narcisismo son compañeros indeseables que comparten un denominador común: el sentimiento de superioridad. Hegel lo llamaba “delirio de presunción”, es decir, creer alcanzar lo que nadie logra, por el hecho de ser ellos mismos.
Pero quien se dedique a la política ha de poseer tres cualidades principales: pasión, sentimiento de responsabilidad y mesura. Lo sostenía Max Weber, quien definía a la política como aquella actividad por medio de la cual los individuos aspiran a participar en el poder del Estado, esto es, influir en el monopolio de la violencia legítima que es el Estado. Decía que las acciones políticas son obtención, división o transferencia de poder, asentadas en una pluralidad de esferas sociales de acción de poderes, definida: política, economía, tradiciones, culturas, poder ejecutivo, legislativo, judicial.
Max Weber realizó un análisis de la dimensión narcisista del político que entra en acción cuando aparece la vanidad. El filósofo e historiador español José Luis Villacañas decía que la “Vanidad es la extrema necesidad de ser visible, de entrar en escena, en todas las acciones”.
A consecuencia de ese narcicismo político, se produce el distanciamiento, del político, de las acciones humanas y ello lo torna incapaz de reconocer que hay otros individuos con problemas y necesidades. Así, la política deja de ser una acción social sobre realidades y pasa a girar en torno a la subjetividad del político con su realidad, en la medida en que el poder se centra en sí mismo y se siente omnipotente.