Pan y circo, mucho circo: la fórmula romana para la política sigue dando buenos resultados sencillamente porque se basa en un conocimiento correcto de la naturaleza humana. La capacidad de reflexionar es un hábito solitario, el individuo piensa, el individuo analiza, pondera y juzga. El individuo es capaz de crítica. Pero la multitud es irracional, irreflexiva, proclive a los atajos mentales, fácil de engañar y, por lo tanto, muy manipulable. En grupo somos manada y la manada no es moralmente responsable. Gritan “queremos a Barrabás” sin saber que se condenan; “queremos más derechos” aúllan, sin comprender que destruyen el ámbito de las obligaciones; “lo personal es político” braman, sin constatar la cadena a la que se ciñen.
La multitud hoy se apelmaza en la plaza digital que constituyen las redes sociales y nunca ha sido tan evidente la universalidad de la idiotez que en este ágora cibernético. Lo tangencial reemplaza lo central, la excepción a la norma y al plato de fondo, la comidilla. Es imposible enfocar un dialogo sin que emerjan hordas de infradotados a escupir por el ventilador sus sandeces y hablar de temas que uno nunca planteó. La lectura comprensiva escasea porque en realidad no hay lectura. La gente evita la lectura como si fuera un pozo que rodear, un hábito olvidado, vetusto, una rémora de un pasado que no se quiere recordar “¿Leer? Ah, sí era algo que mis abuelos hacían”. Es que leer, como pensar, es una práctica solitaria. Escapa del confort de la tribu y se pierde el olor de la manada. Los extraños aventureros que han realizado el viaje a los parajes de los libros vuelven más desgraciados que Ulises: no hay perro que los reconozca. Se les trata con cierta distancia higiénica.
No es extraño que todos los políticos apelen a la moral de la manada a la hora de “construir mayorías”. La frase “construir mayorías” me repugna porque tiene la connotación de manipulación, de la vulgar costumbre de resolver un asunto por la fuerza de una horda coyuntural, que se convoca hoy para diluirse mañana. Es la evanescente democracia, omnipresente en los papeles mientras bajo su superficie burocrática rige la inexorable ley de hierro de la oligarquía. Pero la manada, el colectivo, el grupo no repara en ello y si lo hace no le importa porque la moral individual ha sido subvertida por el influjo animal del colectivismo ¡Inversión de valores! _ diría Nietzsche. El individuo así renuncia a la existencia solitaria que representa la responsabilidad personal y se instala en el confort de la moral tribal, donde alguna migaja caerá de la mesa, donde no tiene que cuestionarse el orden de las cosas, solo abrazar la vocación de ser masa, ajeno, evadiendo la náusea elemental que representa Ser uno mismo.
Sin embargo, donde todos piensan igual, es muy posible que nadie piense y es casi seguro que cualquier disidencia se resuelva poniendo la palabra “social” al final de una frase de cinco pelos. Es por ello que hoy en día desmarcarse de la opinión general significa renunciar a hablar de lo que todos hablan, leer los libros que nadie lee; significa instalar los temas correctos, hacer lo correcto, aun cuando todo esto signifique quedarse solo. En la maraña de intereses creados, shows mediáticos y opiniones banales es mejor estar del lado correcto de la historia, aunque el precio que se pague sea la soledad. Finalmente, renunciar al criterio propio es traicionarse a uno mismo y abrazar la moral del esclavo. “Sapere aude”, decía Kant – “Atrévete a pensar por tí mismo”.