Hace unos días, desde la cuenta en Twitter de Naciones Unidas se compartían unas líneas: «El discurso de odio puede tomar muchas formas diferentes. Pero no importa lo que parezca, el discurso de odio tiene consecuencias reales. Aprende cómo puedes tomar acción y decir #NoToHate». El texto aparecía acompañado de un dibujo en el que se equiparaba un altavoz a un arma. Las reacciones no se hacían esperar, claro. El escritor y periodista británico Andrew Doyle, autor del libro «La libertad de expresión y por qué es tan importante» y firme defensor de la misma, señalaba desde su propia cuenta que «la combinación de palabras y violencia es una táctica siniestra de los autoritarios para justificar el silenciamiento de la disidencia. También es un medio por el cual infligir daño físico a los oponentes ideológicos de uno puede excusarse como una forma de defensa propia. Que los activistas contra la libertad de expresión promuevan este punto de vista es decepcionante pero esperado. Que las Naciones Unidas lo hagan es absolutamente escalofriante…».
En la página web contra el discurso del odio de Naciones Unidas, enlazada en ese mismo tuit, el propio secretario general, Antonio Guterres, va más allá y afirma que «las palabras pueden convertirse en armas y pueden causar daños físicos». Se refiere incluso a «víctimas de crímenes de odio en las redes sociales» y habla de «pandemia de odio». Y, aunque se admite en la propia página que no existe una definición universal de lo que es el discurso de odio, ni siquiera citan una legal, insisten en la necesidad ineludible de luchar contra él. Para Naciones Unidas, el discurso de odio sería, en sus propias palabras, «un discurso ofensivo dirigido a un grupo o individuo y que se basa en características inherentes (como son la raza, la religión o el género) y que puede poner en peligro la paz social». En una definición tan laxa entraría casi cualquier cosa, cada uno de nosotros es muy libre de sentirse ofendido por lo que sea, así que el más leve incomodo podría encajar en esa definición a pocas ganas que le pongamos. Demasiado abierto, quizá, a la interpretación.
El abogado y columnista Alejandro Molina puntualiza:
Odio y opinión
El profesor Félix Ovejero señala dos paradojas que se dan en el llamado «discurso del odio»:
«El término “discurso de odio”», explica Molina, «responde a la necesidad de desterrar el ‘‘hate speech’’ como conducta cuya intención deliberada es menoscabar la dignidad de un grupo de personas por razón de su raza, religión, ascendencia u origen nacional o étnico a través de expresiones hirientes y que crea un riesgo real para ellas. Su construcción doctrinal surge en el contexto de la posguerra europea, una época que asume la defensa activa de la democracia frente a los totalitarismos y sus dolorosos efectos. No es casual que Alemania fuera pionera en su desarrollo para atajar discursos antisemitas. Lo normal hasta ahora era que fuesen los tribunales los que delimitasen cuándo estamos ante un legítimo ejercicio de la libertad de expresión y cuándo ante un discurso de odio, puesto que afecta a un derecho fundamental, base de la democracia liberal, como es la libertad de expresión. Pero las nuevas formas de comunicación, difíciles de controlar debido a su extensión y masificación, como las redes sociales, han dotado de nuevos modos de difusión al discurso de odio, por lo que surge una supuesta necesidad su represión, y se intenta imponer que se pueda hacer tanto a través de órganos gubernativos o de las propias empresas privadas que albergan los contenidos. Mientras sean los Tribunales los encargados de ponderar los límites, como poder independiente de ideologías o posiciones de poder unívocas, el debate público estará salvaguardado. El problema surge cuando el poder ejecutivo, o, a instancia de éste, las propias plataformas digitales, pasan a intervenir y modular la libertad de expresión ejercida en tales soportes. Es un verdadero disparate que se confunda la crítica con el odio y a las minorías sociales con las autoridades».
«Caso paradigmático de la tensión y el equilibrio entre la libertad de pensamiento y expresión», señala, «y el acotamiento de ideas u obras incontrovertidamente inmorales y unánimemente rechazadas por la ideología que promueve, es el debate suscitado en Alemania tras la caducidad de la titularidad de los derechos de propiedad intelectual sobre ‘‘Mein Kampf’’. No se trataba tanto de la explotación económica de tales derechos como de, siendo de titularidad pública los mismos, dar la oportunidad de publicar la obra bajo la tutela que suponía una edición crítica consistente en incluir en la obra acotaciones que sirvieran de herramienta al lector para no quedar contagiado de la demagogia y perversión ideológica del texto. En la búsqueda de este equilibrio se dio la paradoja de que en garantía del derecho a la libertad de pensamiento se difundía la obra al tiempo que se quería neutralizar su mensaje paternalistamente desmintiendo en el propio soporte del libro los argumentos desgranados por su autor». ¿Será este el futuro que desea para nosotros el secretario general de las Naciones Unidas, una suerte de libertad de expresión tutelada por su organización, que nos indicará qué podemos pensar y decir y qué no, siempre por nuestro propio bien y por la paz en el mundo?
Con información de La Razón (España)