Por Abel Villalba González
Trabajadores, estudiantes, urbanistas y hasta algunos políticos coinciden en que este sistema de transporte público debe renovarse porque la mala gestión gubernamental está causando daños financieros y sociales extraordinarios para el individuo que utiliza este servicio y peor aún para el que no lo usa.
En su libro Burocracia, Ludwig von Mises anticipa los problemas potenciales de las empresas públicas en la economía de mercado. Escribe:
El deber de la empresa pública es prestar servicios útiles a la comunidad. Pero ¿cómo se definen los servicios útiles y quién decide cuáles son? Los planificadores centrales, los funcionarios y los políticos, con su infinita sabiduría, deciden qué es un servicio útil. Esto es imposible y solamente logra esta realidad que conocemos, una tremenda crisis.
Los defensores de las infraestructuras públicas argumentan que con más dinero (subsidios) se puede mejorar el servicio de transporte público para que sea más fácil de usar y para reducir significativamente las emisiones de gases de efecto invernadero, cuando la gente deje de usar sus autos. Pero obviamente, esto sólo será posible si se inyecta dinero público en el sistema.
La solución está muy clara, las infraestructuras públicas deben privatizarse. Walter Block proporciona una gran introducción al tema de la privatización de carreteras, una cuestión no menor cuando abordamos el factor tiempo, que se vuelve determinante para atender la demanda de los usuarios.
Pero para aterrizar la idea, proponemos una alternativa no tan saludable pero bastante práctica. Las concesiones de itinerarios deben pasar directamente a los municipios, las juntas municipales, como lo están haciendo, deben ser quienes otorguen los permisos, y mediante el asociativismo municipal que se celebra también por otros temas, atender el servicio brindado por los empresarios.
Aun así, el transporte colectivo sigue siendo sinónimo de transporte público, restringiendo los incentivos a la innovación que supone la libre competencia y la posibilidad de quiebra, inexistente cuando cualquier ineficiencia se puede cubrir con más impuestos y más subvenciones. Cuando el servicio es malo, cuando la ruta no existe, cuando los vehículos contaminan, cuando el precio se considera alto o la información sobre las rutas es inexistente, le toca al ciudadano reclamar ante el poder público, siempre con pocas posibilidades de éxito, sin posibilidad de cambiar de proveedor o emprender algo mejor.
Debemos defender la libre celebración de contratos entre particulares, que sean los oferentes y demandantes en competencia los que acuerden qué precios se pagan o no, y repudiar a toda autoridad que coarte dicha libertad. Es el consumidor el que debe decidir qué empresa gana o pierde, ¡no los gobernantes!