La mañana del 11 de marzo de 2004, como muchos otros españoles, escuchaba las noticias de radio durante el desayuno. Concretamente no escuchaba la cadena pública Radio Nacional, de tendencia más conservadora, sobre todo en aquellos días del último gobierno ultraconservador de José María Aznar, caracterizado por su férreo control político de los medios de comunicación (públicos y privados), sino la Ser, la otra cadena de radio masiva que existe en España, ligada al grupo empresarial que también edita el diario El País y cuyo noticiario mañanero estaba entonces encomendado a uno de los periodistas más prestigiosos del país, Iñaqui Gabilondo, que fue acusado por el gobierno del PP de ser uno de los instigadores de los movimientos de contestación callejera que ocurrieron los días 12 y, sobre todo, 13 de marzo de 2004.
Así pues, me dio tiempo a oír en casa que algo muy grave había pasado en los trenes de cercanías que llegan a la estación de Atocha (una de las dos grandes estaciones centrales de Madrid, la mas antigua y la que recibe el trafco ferroviario tanto de largo recorrido como de cercanías de la mitad sur de España que se dirige a Madrid), pero aún no capté la dimensión horrorosa de lo que había ocurrido. Fue en el autobús de camino al trabajo y al llegar a la céntrica plaza de Cibeles cuando sentí algo raro. La plaza, que normalmente sirve para regular un trafco permanentemente denso, aparecîa extranadamente vacîa de coches, de gente y (algo extraordinario en Madrid) del fondo de ruido habitual. En cambio se oían, lejos y cerca, las sirenas de ambulancias y coches policiales. Esto es lo que me viene a la cabeza cuando pienso en aquel día. Yo no vi la catástrofe, ni estuve en el escenario, ni con los heridos, pero al caminar por Cibeles noté algo así como un eco silencioso, un vacío sonoro y vibrante de lo que no muy lejos de allí había sucedido irremediablemente poco antes. Era como si toda la ciudad fuera algo vivo y mantuviera la respiración en suspenso durante esos momentos de angustia.
Dos antropólogos españoles, especialistas en el estudio del dolor y la violencia, en un texto escrito poco tiempo después de los atentados del 11 de marzo (Ferrándiz y Feixa, 2004: 170-71) utilizaban como punto de partida de su refexion una resena de prensa que hablaba de las multiples lesiones oculares con que los heridos llegaba a los hospitales: “quemaduras de pólvora en los párpados y en las pestañas, desprendimientos y hemorragias en la retina, e impacto de cuerpos extraños en la córnea” (El País, 2 de abril de 2004, p. 17), para señalar que esas heridas físicas “eran apenas el tejido orgánico rasgado por las escenas indescriptibles que las víctimas vieron y experimentaron y describían cómo “las lesiones de los ojos y de la mirada de las víctimas del 11-M se inscribieron paulatina y traumáticamente en el cuerpo social y político con el paso de las horas, las imágenes y los teletipos, afectando a todos los testigos del atentado, los que estuvieron sobre el terreno en alguno de los escenarios de manera directa – estaciones, hospitales, morgues, etc. – y los que lo consumieron masivamente a través de los medios de comunicación. Todos, en mayor o menor medida, vimos – entrevimos – cosas escalofriantes. La tentación de trivializar los escenarios polîticos, fomentar estereotipos simplifcadores de colectivos humanos, cimentar actitudes xenófobas o, sencillamente, disolvernos de nuevo en un festín consumista sería un destino triste para este trauma colectivo inscrito en los ojos del 11-M […] Ahora no podemos perder la vista […] El titular del artículo aludido anteriormente era “Ojos salvados”, con referencia a las intervenciones de urgencia llevadas a cabo por el Servicio de Ofalmologîa del hospital Gregorio Maranon. Así, por continuar con el símil, parece imprescindible – urgente – que esta mirada herida por la violencia del 11-M esquive, en una suerte de ofalmologîa social preventiva, las tentaciones del rencor, el odio o el partidismo y se despliegue en forma de clarividencia o lucidez” democrática (Ferrándiz y Feixa, 2004: 171).
Una de las iniciativas en este sentido es la publicación de una serie de testimonios sobre el 11 de (…)
La metáfora de los ojos heridos y salvados o regenerados puede servir también para explicar el punto de partida del trabajo colectivo que ahora presentamos aquí. En las horas y los días que siguieron a los atentados del 11-M prácticamente todos los colectivos, empezando por los profesionales que se ocuparon de rescatar, salvar y ayudar a los heridos y a los familiares y amigos de los que resultaron muertos, sintieron una obligación perentoria de manifestar una acción social y externa (veremos más adelante, cómo esta posibilidad de acción pública y directa tuvo también sus manifestaciones políticas inmediatas) cada uno desde su propias posibilidades y condiciones para la acción. En nuestro pequeño departamento de antropólogos del CSIC (el organismo que agrupa la investigación a nivel estatal en España) las llamadas y correos electrónicos de colegas y amigos mostrando su preocupación y solidaridad (dada la relativa cercanía de nuestra sede a la estación de Atocha), los propios debates sobre la autoría de los atentados y la manipulación informativa del gobierno, puesta en evidencia por el acceso a los medios independientes circulantes por Internet, se unieron en los días y semanas siguientes a la necesidad de documentar, en una especie de etnografía de urgencia, los movimientos y expresiones espontáneos que se estaban produciendo por toda la ciudad, pero sobre todo en torno a las estaciones que habían sufrido el ataque, mostrando la solidaridad y el duelo de los ciudadanos. Como especialistas en las manifestaciones de la cultura popular y teniendo en cuenta que en buena medida nuestra propia ciudad era ya antes un ámbito preferente para la observación, consideramos que nuestra contribución ciudadana podía consistir en poner nuestro conocimiento experto como antropólogos al servicio de la sociedad, documentando estos hechos. Esta fue una forma de responder a la pregunta ¿cuál es el papel de los etnólogos, y de los académicos en general, en tiempo de crisis? (Sánchez-Carretero, 2006: 334)1.
Lo que ocurrió el 11 de marzo de 2004 en Madrid es de sobra conocido. Cuatro bombas colocadas en cuatro trenes de cercanías de la línea Alcalá-Madrid, que circulaban con intervalos de cinco minutos entre ellos, hicieron explosión entre las 7:36 y las 7:39 de la mañana en las estaciones, muy cercanas entre sí, de Santa Eugenia, El Pozo y Atocha. Las numerosas explosiones destrozaron los trenes, habitualmente muy concurridos a esa hora temprana de la mañana, causando 191 muertos y 1900 heridos (a la cifra de fallecidos hay que añadir el policía de las fuerzas especiales que resultó muerto en el ataque a la casa donde se había refugiado la célula terrorista después de organizar el atentado). Las condiciones específicas concretas de este atentado terrorista, de carácter indiscriminado y ejecutado por un grupo islámico integrista radical, dependen del tiempo y el espacio en que se cometió. La hora en que se perpetró y el lugar; una serie de trenes que unen el centro urbano con una serie de áreas de población trabajadora y clase media baja, sitúan el objetivo de las bombas. La gente que a esa hora viaja masivamente en esos trenes son trabajadores, trabajadores de la construcción, limpiadoras, administrativos y muchos estudiantes (en menor número por la huelga de universitarios convocada para aquel día), que se desplazan desde sus viviendas, escogidas en el área periférica en buena medida por su menor precio y su facilidad de comunicación con Madrid, a sus centros de trabajo, relativamente distantes. En suma, gente corriente (Sánchez-Carretero, 2006: 336). Los trenes constituyen un objetivo móvil; un medio de transporte colectivo que transcurre entre dos puntos fijos.
Los lugares que los terroristas escogieron para hacer explosionar las bombas presentan caracteres algo diferentes. Desde el origen de los trenes en Alcalá de Henares, una villa histórica convertida hoy en una ciudad dormitorio e industrial por su cercanía a Madrid, el recorrido de media hora de la línea férrea tiene numerosas paradas. Santa Eugenia es un barrio más bien de clase media y formado por aluvión poblacional, mientras que El Pozo es un enclave muy característico de los alrededores madrileños, originado como un poblado chabolista de inmigrantes nacionales en los años de 1950 y con un activismo obrero y de oposición a la dictadura de Franco reconocido. La gran cohesión del movimiento vecinal de El Pozo, que consiguió mediante presión política la mejora considerable de las condiciones de vida de su hábitat original, es todavía una de sus señas de identidad e integración comunitaria. La estación de Atocha, por su parte, es una gran estación ferroviaria que acoge tanto trenes de largo recorrido, como un tráfico muy denso de líneas de cercanías y metro. Constituye uno de los lugares emblemáticos de la ciudad histórica y es a la vez un centro cosmopolita donde se puede apreciar preferentemente la mezcla de población de diversos orígenes que conforma hoy la ciudad de Madrid; como todas las grandes estaciones de transporte podría describirse como un no-lugar, siguiendo la exitosa caracterización de Marc Augè.
Desde el día del ataque, los ciudadanos comenzaron un peregrinaje a estos epicentros de las explosiones, y a dejar en ellos ofrendas (poemas, flores, cartas, mensajes, velas, muñecos de peluche, imágenes religiosas…) en recuerdo de las víctimas. Los altares se extendieron también por otros lugares de la ciudad, por ejemplo, los centros de trabajo donde había habido personas fallecidas, y las muestras de duelo se manifestaron tanto en sus monumentos emblemáticos, como en las tiendas o casas particulares, de Madrid y de toda España. Pero los ciudadanos no solo tomaron el espacio público para sacralizar de alguna manera los lugares donde se había centrado el ataque y recordar a los muertos; la sociedad civil reclamó durante este mismo tiempo de sobrecogimiento al gobierno y las instancias políticas información, primero, y responsabilidades, después. Los altares de las estaciones fueron una de las respuestas ciudadanas después de los ataques, y como ha señalado Cristina Sánchez-Carretero (2006: 334), pueden ser considerados parte de las acciones que en la esfera política tuvieron lugar también tras los atentados, a tan solo tres días de la celebración de elecciones generales en el país. Las manifestaciones que reunieron a unos once millones de asistentes en todas las ciudades españolas para expresar su repulsa por el atentado el día 12 de marzo, y la convocatoria a través de los teléfonos móviles y mensajes de SMS llamando a la resistencia popular y a la oposición a la versión gubernamental sobre la autoría del atentado por parte de la banda ETA, mantenida todavía con fines partidistas electorales, cuando las evidencias del terrorismo islamista eran abrumadoras, el día 13, jornada de reflexión previa al día de la votación en la que está prohibida toda clase de manifestación política, conforman una parte de la acción política popular.
La masiva movilización ciudadana ocurrida en España los días 12 y 13 de marzo de 2004 debe ponerse en relación con las anteriores muestras de oposición a la guerra de Irak, que se enfrentaban a la propaganda gubernamental a favor de la guerra y a la consecuente manipulación de los medios de información públicos (Sampedro, 2005). Pero los altares espontáneamente surgidos en las estaciones constituyen no solo un ámbito de expresión de duelo, dolor y memorialización por los ausentes, como veremos, sino que también ellos pueden ser vistos como parte de la estrategia de acción en la arena política. Este aspecto queda claro en el propio material que conformó los altares espontáneos en Atocha, El Pozo, Santa Eugenia y Alcalá: allí aparecieron las mismas pancartas (materialmente las mismas que habían desfilado en las manifestaciones del día 12 en Madrid), las mismas manos blancas que, desde 1992 venían siendo el símbolo de la resistencia pacífica y ciudadana en contra del terrorismo etarra, las mismas frases coreadas de “vosotros ponéis las armas y nosotros los muertos” y la misma pregunta gritada de “¿Quién ha sido?” aparecían allí escritas en mensajes anónimos y firmados. Pero además hay otro aspecto de la consideración política en estos monumentos efímeros levantados en memoria de los muertos injustamente y es su propia condición de duelo.
El antropólogo español Joan Frigolé (2003: 38-32) ha hecho hincapié en cómo el Estado introduce la división del duelo como forma de legitimación política. De manera que propio Estado separa el “duelo” de los que han sido servidores de su causa, de los que mantiene su recuerdo tras su muerte; mientras que olvida y des ritualiza la muerte de aquellos que considera enemigos o a los que no da importancia, haciéndolos desaparecer física y socialmente. En la España franquista, esta división del ritual mortuorio en los dos bandos contendientes durante la guerra civil solo ahora, y debido de nuevo al surgimiento de acciones de la sociedad civil, se está superando, a través de la exhumación de los restos de las personas ajusticiadas por el bando fascista, que a la ignominia de su asesinato unió la indignidad de su inhumación anónima. Existe, pues, un sistema de clasificación según el cual: «Los muertos que incumben al estado se integran en un sistema simbólico ritual, que el estado activa para crear y recrear un sentido de “comunidad” y producir socialmente ciudadanos homogéneos y leales” (Frigolé, 2003: 31).
Nuestro proyecto, que pretende recopilar, catalogar y hacer accesible al público un Archivo del Duelo con las muestras de solidaridad y dolor mostradas por los ciudadanos tras los ataques terroristas de las estaciones de Madrid, se basa precisamente en que estas muestras, a pesar de su carácter efímero y espontáneo, son necesarias para la construcción social de la memoria de estos hechos trascendentales. Tan necesarias como los rituales oficiales de memorializacion y recuerdo de los hechos promovidos desde instancias oficiales reglamentadas institucionalmente. Tan necesarias como lo serán en el futuro los documentos policiales, judiciales y parlamentarios, las fuentes periodísticas y los monumentos de piedra. La aparición, como un fenómeno internacional, de altares improvisados (spontaneous shrines) en el espacio público, preferentemente en el lugar de los hechos, con motivo de muertes trágicas y violentas de una persona célebre o, como en nuestro caso, de un colectivo de personas sin celebridad alguna, ha sido abordado por Jack Santino folklorista norteamericano especialista en los rituales contemporáneos de ritualización pública de la muerte, analizando el carácter a la vez conmemorativo y performativo de este tipo de ritual (Santino, 2006). Es decir, considerando característicos de ello, tanto el factor de recuerdo y conmemoración individual, como el componente de intervención social, por ejemplo, llamando la atención sobre las condiciones sociales y políticas que han causado las muertes y movilizando a la gente en consecuencia.
Así pues, el proyecto tiene dos objetivos básicos: por una parte la formación de un archivo, accesible para usos de investigación y educativos, que pueda ser utilizado en la construcción de la memoria sobre el atentado que conmocionó a la sociedad española. Este archivo, compila ejemplos tanto individuales como colectivos de manifestaciones de duelo, como dibujos, cartas, poemas y otros objetos (camisetas, banderas, muñecos, etc.) depositados en Atocha y las otras estaciones en que explotaron las bombas. Se ofrece, así, a la sociedad la oportunidad de conservar manifestaciones que, por su carácter efímero y anónimo, están destinadas a desaparecer.
Por otra parte, los investigadores participantes en el proyecto analizarán los materiales depositados en el Archivo del Duelo dentro de las líneas de antropología de la violencia, rituales de duelo y religión popular, manifestaciones expresivas en el espacio público, etc. La concentración en un mismo acontecimiento de una alta diversidad de expresiones de duelo (religiones, sectores sociales, edades, países de origen, etc.) permite disponer de un material extraordinario, cuyo análisis puede ayudar a conocer con mayor profundidad la expresión contemporánea de los rituales que acompañan al proceso de duelo y comprender las respuestas expresivas en situaciones de crisis colectivas. Así, el resultado científico del proyecto podrá ser de utilidad a múltiples entidades y colectivos (expertos en protección civil, responsables de bienestar social, educadores, pedagogos, psicólogos, etc.).
El origen del archivo se sitúa en los días después del atentado del 11 de marzo, cuando nuestro grupo de investigación del departamento de antropología del CSIC lanzó una llamada de colaboración a colegas, antropólogos, sociólogos, folkloristas, trabajadores sociales, etc., para recoger material y observaciones sobre los altares que espontánea y masivamente crecían en las estaciones de cercanías, así como testimonios orales, mensajes electrónicos, etc. relatando el atentado y los sentimientos que provocó. Los primeros materiales recogidos consistieron sobre todo en fotografía y grabaciones de vídeo de muestras de duelo grabados por varios colaboradores, junto a algunos objetos y mensajes electrónicos. El proyecto recibió también el material recogido por otras iniciativas, como la de Madrid In memoriam, un proyecto gestionado por David y Adán Burgos que recogía en su página web miles de fotografías de autores profesionales y amateurs realizadas los días siguientes al ataque en Madrid y otras muchas ciudades de España (htp://www.madridinmemorian.com).
Otro muchos ciberaltares e iniciativas de este estilo se pusieron en marcha. Además de la ya citada (…)
El ingreso de los materiales en el Archivo se hizo mediante donación de los autores y siguiendo un protocolo basado en el que se sigue en el Folklife Center de la Biblioteca del Congreso de Washington (Sánchez-Carretero, 2006: 335). Pasados dos meses desde los atentados, los altares de las estaciones fueron retirados. La dimensión que habían alcanzado, sobre todo los de Atocha, el peligro de incendio que suponían las miles de velas continuamente encendidas, la necesidad de mantener un operativo de limpieza y mantenimiento (retirada de las flores, secas y las velas agotadas, vallas para impedir el acceso al público, etc.), junto a la voluntad de que las estaciones recobraran su ritmo de vida normal, llevaron a la compañía RENFE que gestiona el tráfico ferroviario en Espana a retirar los altares espontáneos, que fueron sustituidos por un “cyberaltar”, denominado espacio de palabras (htp://www.mascercanos.com) que permitía, y permite desde el vestíbulo de la estación de Atocha escribir mensajes electrónicos de recuerdo o condolencia por las víctimas en sustitución de los altares físicos2. Debido a un acuerdo firmado entre RENFE y el CSIC, el Archivo del Duelo recibió los objetos que fueron retirados por la compañía de las estaciones y depositó también en el Archivo los más de 50.000 mensajes recogidos en el primer año de funcionamiento del Espacio de palabras. Así pues, el inventario de la colección del Archivo del Duelo contiene 2.367 fotografías; 550 objetos; 5.991 papeles; 50 grabaciones de audio y vídeo y 58.732 mensajes electrónicos.
Los problemas metodológicos y teóricos para la configuración de un Archivo de este estilo parten de su carácter efímero y, a la vez, de su carácter histórico, dado que pertenecen a un momento temporal cuya importancia y trascendencia histórica es innegable, tal como ha sido señalado por Barbara Kirshenblat-Gimblet que ha reflexionado sobre los materiales correspondientes al ataque a las torres gemelas de Nueva York (Kirshenblat-Gimblet, 2003; cf. Sanchez-Carretero, 2006: 335). Otra cuestión no menos importante es la parcialidad de nuestra colección, ya que, por un lado, su acotación temporal la limita a las manifestaciones del primer año posterior a los atentados, y, por otro, su segmentariedad de partida impide cualquier tipo de reconstrucción del fenómeno del que es muestra con intenciones de totalidad. Nuestro trabajo comenzó por tratar los objetos y, sobre todo los papeles que contenían los mensajes de los ciudadanos como bienes del patrimonio, y, como tales, darles un tratamiento técnico que está en proceso todavía de catalogación, pero vemos ahora un poco de la forma y el contenido que conformaron los altares en las estaciones después del ataque del 11 de marzo en Madrid. Podemos hablar ya de un fenómeno contemporáneo, la manifestación pública y anónima de rituales de duelo, del que pueden contarse manifestaciones muy conocidas, como el Muro del Duelo (Mourning Wall) después de la explosión de la ciudad de Oklahoma, las cruces recortadas después de la matanza de la escuela de secundaria de Columbine, los memoriales por la tragedia de la hoguera de la Universidad de Texas, las ofrendas forales tras la muerte de la Princesa Diana de Gales, y los altares surgidos en los lugares donde se produjeron las explosiones del terrorismo islámico en Nueva York, Madrid y Londres, pero también las cruces y recordatorios de los sitios de las carreteras donde han muerto personas en accidentes de tráfico, o las pintadas y pancartas que recuerdan el lugar donde ha habido alguna víctima de la violencia urbana. Incluso la mayor parte de estas expresiones han dado lugar a algún tipo de documentación o colección, estudiada y/o conservada por universidades o instituciones académicas (cf. Grider, 2001: 6).
Los altares espontáneos, como los lazos de colores o el prendido nocturno de velas, y otros rituales públicos son definidos por Sylvia Grider, una arqueóloga norteamericana, que ha trabajado sobre una de las memorializaciones más importantes de los EE.UU. en la Universidad de Texas, como “Las expresiones más profundas de nuestra humanidad compartida, que combinan ritual, peregrinación, arte interpretativo, cultura popular y cultura material tradicional” (Grider, 2001: 1-2). La denominación de spontaneous shrines fue acuñada por Jack Santino en 1992 en un trabajo sobre los lugares de memorialización de las muertes políticas en Irlanda del Norte (Santino, 1992), para sustituir a la que se estaba empleando: memoriales provisionales (makeshif memorials). Con la palabra «espontáneos» se indica la naturaleza no oficial de la manifestación; nadie, nación, estado, iglesia, ha instigado a nadie a participar en este ritual; es una actividad popular, en el sentido de que es el folk, el pueblo, su sujeto activo. Se emplea la palabra “altar” (shrine), porque son lugares de comunión entre los vivos y los muertos; de peregrinaje, en los que se conmemora y se memorializa, pero que están abiertos a todo el público (Santino, 2006: 11-12), al contrario que los memoriales monumentales, que están cerrados a la participación general, están mediados en sus objetivos por algún tipo de autoridad política o religiosa y se distancian también temporalmente de los hechos que conmemoran (Young 1993).
Mientras que los memoriales se erigen como monumentos permanentes y se crean pensando en una audiencia futura, los altares espontáneos son, de por sí, efímeros y destinados a una audiencia inmediata. Los memoriales son pasivos, mientras que los altares son extraordinariamente dinámicos (Grider, 2001: 3). Destaca también la naturaleza política de los altares espontáneos, como testigos silenciosos de la violencia y el dolor. Aunque, dependiendo de las muertes que se pretenden conmemorar, los altares pueden tender más a su función conmemorativa (por ejemplo, las cruces de carretera) que a la de la denuncia política (por ejemplo, las actuaciones públicas en Irlanda del Norte o de las Madres de la Plaza de Mayo en Argentina), en todos los casos, se persigue la conmemoración específica de las víctimas, individualizándolas. Como ha señalado Santino, como las guerras actúan despersonalizando al enemigo, para poder matar a las personas, los altares espontáneos actúan en un sentido opuesto, rememorando cada víctima de la violencia (Santino, 2006: 12). Esto quedó claro en los rituales de duelo ciudadano después del 11 de marzo, donde los mensajes, los recordatorios, las fotografías, las cartas dirigidas personalmente, las dedicatorias, las ofrendas estaban hechas y dirigidas a cada una de las víctimas, llamadas por sus nombres. Es muy habitual, por ello, el que aparezcan fotografías de los muertos, en el intento de impedir que se conviertan en una mera estadística; se insiste en el conocimiento de la gente real; ellos mismos constituyen declaraciones políticas; son “la voz del pueblo” (Santino, 2006: 13).
Los altares insisten en la presencia de este pueblo ausente, lo que en los atentados de Madrid era explicitado en el grito repetido esos días de “en ese vagón íbamos todos” “Todos íbamos en ese tren”. A la vez, de la misma manera que en el caso del ritual de duelo particular es la familia y los amigos y allegados los que visitan la tumba, en el caso de los altares espontáneos son los ciudadanos indiferenciados, pero individualmente personados, los que conforman la “familia” de las víctimas: las mismas frases de condolencia, de pésame, de acompañamiento en el dolor que se emiten en los duelos particulares aparecían en las estaciones escritas en todos los formatos y soportes imaginables y con todas las letras y formas de expresión posibles. Como ha señalado Santino (ibíd.), los participantes en estos rituales de duelo establecen, a través de estas expresiones, relaciones personales con los ausentes; relaciones que no por ser imaginadas dejan de ser muy reales. La gran cantidad de fotografías de las víctimas que aparecieron en los altares de las estaciones y también la actuación en este sentido de los medios de comunicación que hicieron reportajes biográficos de prácticamente cada una, nos remiten a esta función del ritual. Pero fue sobre todo en Nueva York, donde los muros con las fotografías de los desaparecidos en la zona cero, configuraron un auténtico archivo del dolor (Grider, 2001: 5).
Por otra parte, el que estemos hablando de una forma de expresión espontánea, no quiere decir que sea improvisada. “Como expresiones puras de sentimiento, los altares espontáneos son muestras de arte popular no mediado por guîas o restricciones ofciales acerca del lugar donde deben situarse o lo que deben contener. Aunque en un primer momento pueden parecer caóticos, una mirada más detenida revela una organización según principios coherentes y generalmente una apariencia estéticamente satisfactoria» (Grider, 2001: 3).
El lugar más común para que se desarrollen altares espontáneos son paredes, muros verticales de cierto tamaño o verjas, en los que se sitúan los recuerdos y también en el suelo se comienzan a distribuir las ofrendas; frecuentemente la colocación de ramos de flores forma un muro vertical, que en el caso de los altares de las estaciones estaba acompañado por una superficie horizontal plagada de velas rojas. La gente colocaba sus ofrendas manteniendo el orden y el efecto de lo ya existente. Una muestra del carácter deliberado de conformar los altares, era ver como en las distintas estaciones y en los diferentes sitios surgían pequeños núcleos, repitiendo el esquema de las ofrendas que se iban sucediendo y yuxtaponiendo (Grider, 2001: 3).
Los objetos o artefactos colocados en los altares nos remiten también a un tipo de “vocabulario” que se repite en general en esta forma de ritual, aunque también presenta caracteres propios en cada caso. Las ofrendas básicas consisten en flores, velas y toda una serie de objetos de cultura material apropiados; por ejemplo, ositos de peluche y juguetes, sobre todo en el caso de que haya niños entre las víctimas, imágenes religiosas, fotografías, banderas, camisetas con dedicatorias escritas, pancartas, dibujos y pinturas y, sobre todo, en nuestro caso, una enorme variedad de escritos en papel, que configuran una especie de enorme libro de condolencias de carácter informal (Grider, ibíd.).
Los altares, y los objetos que los conforman nos hablan de la gente, de la comunidad a que están dedicados y nos dicen mucho también de la gente, de la comunidad, que los crea. Por ejemplo, en el caso de otros ataques terroristas, como el del 11 de septiembre en Nueva York, la aparición de símbolos patrióticos, especialmente banderas americanas, fue una característica destacable. En los altares de Madrid, también aparecieron banderas españolas, pero casi en la misma medida (o incluso menor) que otras pertenecientes, tanto a comunidades autónomas del propio estado (por ejemplo, catalanas), como a otras naciones; recordando la nacionalidad de origen de muchas de las víctimas. Muchas veces, las banderas españolas servían además de base o superficie para pintar o pegar sobre ellas mensajes de tipo político, pero no especialmente nacionalista. Cristina Sánchez-Carretero, en el primer análisis publicado sobre el material del Archivo del Duelo ha señalado cómo en relación con los recuerdos dedicados a y por inmigrantes, aparece con mucha mayor frecuencia que a España, aunque también las hay: “Estamos con España”, por ejemplo; referencias a Madrid (“Brasil es Madrileño”, por ejemplo), como ámbito de convivencia local con el que la población originaria de otros países se autoidentifica en mucha mayor medida (Sánchez-Carretero, 2006: 339-340). Dado que un tercio de las 192 personas muertas en los trenes eran inmigrantes, los altares incluyeron mucha variedad de ofrendas para personas de una comunidad concreta de inmigrantes, como sobre todo, los rumanos y los ecuatorianos, colectivos ambos con un gran número de personas establecidas en la zona sur de Madrid. Especialmente relevantes son los mensajes escritos en árabe o procedentes de musulmanes y los recuerdos dedicados a las víctimas marroquíes o de religión musulmana de los trenes. La práctica ausencia (con muy pocas excepciones) de mensajes ni manifestaciones xenófobas o islamófobas remarcables ni en los días posteriores a los atentados, ni después es también una característica que ha sido destacada en las muestras de duelo ciudadano desarrolladas en Madrid.
Por otro lado, las distintas estaciones mostraban también diferencias apreciables en sus muestras de duelo. Por ejemplo, El Pozo y Santa Eugenia, donde la cercanía y el conocimiento personal de las víctimas era mayor, por tratarse de barrios con conciencia comunitaria (de hecho, prácticamente todos los habitantes de El Pozo tenían a algún familiar, amigo o conocido afectado por el ataque terrorista), las ofrendas y recuerdos tenían un carácter mucho más personal: eran mensajes dejados a los fallecidos por sus familias, compañeros o amigos (Sánchez-Carretero, 2006: 341). Aunque también había estas ofrendas personalizadas en Atocha, el peregrinaje por los altares de esta estación acogía a un número mucho mayor de personas, muchas de ellas no residentes en la ciudad (incluyendo autoridades políticas, equipos deportivos que pasaban por Madrid para alguna competición, congregaciones religiosas, grupos infantiles, etc.).
Entre los géneros que aparecen representados en los altares aparecen cartas (algunas de las que se conservan en el Archivo del Duelo se conservan cerradas, tal como fueron depositadas), poemas, tanto de autores famosos como de los propios ciudadanos escritos ex profeso, narrativas de muy diversos tipos, recuerdos y pésames dirigidos a víctimas precisas y también otros escritos que van dirigidos a los autores de la masacre, están escritos en muchos idiomas y sobre los soportes más variados, desde los cotidianos post-its hasta un caso en que una carta de pésame de una inmigrante marroquí está escrita por el reverso del papel oficial de petición de regularización de inmigrantes de ella misma. Muchas veces, tanto en las paredes de las estaciones como en los papeles depositados en los altares se produce un verdadero diálogo, en que distintos autores añaden o completan los mensajes dejados primero. Existan muchos textos mixtos de este tipo, como otros muchos de adolescentes con todas las firmas de un grupo de amigos. Hay también objetos mixtos (mezclando fotografías, con banderas, trozos de periódicos, etc.), obras de arte y muchos dibujos.
Tanto como los materiales usados, las formas estéticas son muy variadas, pero en general los recursos expresivos movilizados por los ciudadanos son, por un lado, lo que tradicionalmente se puede considerar apropiado para transmitir el sentimiento de dolor compartido, y por otro, aquellos elementos que los medios de comunicación han contribuido a popularizar y estandarizar a través de su retransmisión masiva de duelos de este tipo en el caso de personas famosas (como lo ositos depositados en las verjas de Buckingham Palace tras la muerte de Diana de Gales), junto a otros más propios del caso que nos ocupa como las famosas manos blancas que se esgrimían en las manifestaciones de repulsa por los crímenes etarras (Sánchez-Carretero, 2006: 341; Santino, 2006: 10; Grider, 2001: 2).
A pesar de que este fenómeno de manifestar públicamente el duelo en los casos de las muertes causadas por desastres es relativamente reciente, no podemos dudar de que se seguirá produciendo en el futuro y seguramente haciéndose también más. Documentar estas muestras de duelo ciudadano, hacer inventario de sus formas y contenidos, archivarlas y conservarlas de alguna manera pueden ayudar a comprender el impacto que en la ciudadanía y en su cultura han tenido hechos trágicos de la envergadura de los atentados terroristas, pero también pueden, tal vez, servir para mantener viva la memoria de los que se han ido y contribuir a la responsabilidad social que tenemos todos en que se mantenga la memoria del sacrificio de estas víctimas inocentes.