Algo está peligrosamente mal en una sociedad que quiere opinar sin antes leer, tendencia exacerbada por la animosidad reinante en las redes sociales.
El ejercicio efectivo, eficiente y pleno de la libertad de expresión requiere, necesariamente, de una relativa libertad de pensamiento, y nadie puede alcanzar una considerable libertad de pensamiento a menos que lea, investigue y reflexione.
Ejercer la libertad de opinión antes que la libertad de pensamiento es inmoral, esencialmente porque invierte el orden natural de las cosas, y equivale a reducir esa sagrada libertad segunda a la retórica mecánica de los loros y papagayos.
Tanto desprecio por ambas libertades es uno de los caminos al totalitarismo. El primer paso de ese penoso sendero es la declaración irresponsable de que todas las opiniones tienen la misma dignidad y son igualmente valiosas, lo cual es falso. El derecho a opinar, si acaso es sagrado, lo es porque está inseparablemente unido a la responsabilidad por lo dicho, y esta responsabilidad no puede ejercerse a espaldas del pensamiento crítico.
Pero la ignorancia es insolente, irresponsable y contumaz y, además, muchas veces los que saben, y saben que saben, callan, participando de la inmoralidad del otro grupo en calidad de cómplices.
Cuando era adolescente mi padre solía hacerme preguntas. En muchas ocasiones yo quería aparentar que sabía. Luego de desarmar mi vano argumento me enseñaba: “Tenés que decir “no sé” hasta que deje de doler”. Agregaba: «No te va a matar decir «No sé», mi hijo”. Posteriormente me señalaba algún libro de nuestra pequeña biblioteca en donde podía informarme mejor. A menudo Papá llegaba de su trabajo casi a las 23 horas, y, sin embargo, le quedaban fuerzas para requerirme informe sobre el libro en cuestión.
No siempre he sido intelectualmente honesto, desde entonces, pero casi siempre. Si yo no sé sobre algún tema, digo «No sé» y abro las puertas a un montón de posibilidades de conocer: el que sabe me explica, los libros se muestran generosos, internet tiene una razón de ser más alta.
La condición natural del ser humano es la ignorancia, pero también es consustancial en este extraño agente moral su curiosidad, su capacidad para autoevaluarse y su sed insaciable de conocimiento. Una y otras están tan emparentadas que, si la ignorancia no se asume responsablemente, el conocimiento, como fenómeno social, no pueden llegar a emerger espontáneamente.
¡Bienaventurados, nosotros, los ignorantes que sabemos decir «No sé”, ¡porque sólo nuestro es el reino del saber!