Fernando Savater – The Objetive
Es recurrente en ciertos ámbitos el lamento por el abandono de las humanidades en los planes de estudios: cada vez se adiestra más en el aprendizaje de los instrumentos y menos en la reflexión sobre los fines que podemos alcanzar con ellos. Pero es que la noción misma de humanidad es vista con desagrado y suspicacia. Los humanos no queremos saber lo que nos distingue de los demás seres vivos porque nos avergonzamos de considerarnos privilegiados o al menos excepcionales. Hay una corriente ética que proscribe el especismo, es decir considerar moralmente preferible nuestra especie a las demás. Por cierto, a mi entender en eso consiste precisamente la vocación ética, en el reconocimiento de lo humano por lo humano y tratarlo en consecuencia.
Ahora está bien visto (y muy mal razonado) suponer que los bichos tienen derechos tan respetables como nosotros. Como me dijo algo irritada una señora en el coloquio de una charla: «Los animales también tienen derechos humanos». En parte le di la razón: los animales no tienen derechos ni deberes porque no conocen el simbolismo de lo universal, pero si tuvieran derechos serían derechos humanos, porque son inimaginables unos derechos animales. Aún recuerdo la trepidación que suscité en un debate organizado por la Universidad de Santiago sobre la licitud de utilizar animales en la experimentación médica cuando sostuve que sacrificar a diez mil cobayas para salvar a un niño de la leucemia me parecía moralmente aceptable. Los más jóvenes han aprendido que los humanos son peores que las bestias por insistir en considerarse ángeles: los chicos son pascalianos sin haber leído nunca a Pascal. Ni lo leerán jamás.
Pero la humanidad está desacreditada también por otras agresiones. ¿Qué de malo hay en fabricar humanos en laboratorio, en programar criaturas huérfanas que no tendrán su derecho biológico y humano a la doble filiación sino que se resignarán a dos padres o dos madres y habrán nacido no de mujer sino de persona menstruante? El ser humano ya no es el fruto dramático de un apasionado mestizaje entre lo masculino y lo femenino, sino el resultado de una combinación bioquímica realizada en laboratorio por encargo de un caprichoso o caprichosa a quien le da reparo follar. Pero es que tampoco el sexo es un dato biológico que pueda servir para caracterizar el destino humano.
Hay que aceptar la autodeterminación del género, que lleva en ocasiones a manipulaciones hormonales y quirúrgicas para lograr que lo que se siente coincide con lo que se es. Hablar del dimorfismo sexual necesario para la reproducción de la especie, ligado a todo un largo tesoro literario que caracteriza nuestra comprensión poética de lo humano, es incurrir en un pecado transfóbico, castigado no solo por los exabruptos de una cáfila de chalados sino también por leyes positivas que convierten el disparate ideológico en obligación social. Con normas como la llamada ley trans, uno puede ir a la cárcel por defender la ciencia contra la superstición, algo propio de siglos pasados. Y en tales preceptos se educa a nuestros hijos…
Aún peor: la persona que se decanta por el humanismo tradicional tiene todos los boletos para convertirse en un adversario cósmico de la única divinidad respetada y venerada hoy: la Naturaleza. Los muchachos y muchachas que muy ufanos de sí mismos lanzan tomate o puré de patatas contra obras de arte que nadie les ha enseñado a apreciar para reclamar que nuestras sociedades renuncien a sus fuentes energéticas tradicionales tienen evidentemente el cráneo lleno de serrín.
Pero ese serrín les ha sido cuidadosamente administrado por quienes hubieran debido intentar educarles: a partir de una evolución geotérmica parcialmente innegable pero en modo alguno apocalíptica, se han fabricado generaciones de enemigos de la civilización exaltadamente partidarios de acabar con el desarrollo que ha mejorado la vida humana, encontrado remedio a muchas enfermedades, aumentado increíblemente nuestras posibilidades de comunicación y transporte, amén de disminuir la miseria en el planeta. Cada vez que oigo a políticos, escritores, músicos, directores de cine y santones religiosos vociferar que «nos estamos cargando el planeta», «así no tenemos futuro», «hay que cambiar nuestro modo de vida y desacelerar», «ya casi es demasiado tarde para salvarnos»…
Recuerdo a esas sectas catastrofistas que predijeron el final inminente del mundo y promovieron suicidios colectivos. Y siempre con jóvenes como punta de lanza. ¡Malditos sean! Ellos y los medios de comunicación que se prestan a difundir sus razones antihumanas.