Hoy, 5 de junio del 2022, cuando se cumplen exactamente 299 años de su nacimiento[1], es importante hablar de quien posiblemente sea el intelectual más incomprendido de los últimos tres siglos. Sí, estoy hablando del sentimentalista, máximo exponente de la ilustración escocesa, Adam Smith, a quien algunos consideran el liberal clásico más influyente de la historia. Él, a quien nunca se le conoció novia ni descendencia, y que vivió toda su vida con su querida madre y una prima, nunca hubiera sospechado que en un futuro se le atribuiría una paternidad, a saber, el título de «padre de la economía moderna». También se le suele erróneamente señalar como exponente del «capitalismo salvaje», o peor aún, creador del engendro teórico aquel, denominado «homo económicus». No, Smith sabía perfectamente que los seres humanos no somos ni homos sapiens ni homos económicus, sino seres sentimentales, proclives a la razón aunque no sea generalmente y, por sobre todo, seres gregarios. El homo económicus _esa fría criatura que siempre calcula maximizar sus beneficios y minimizar sus pérdidas, utilitarista a todas horas_ le sería a Smith extraño como un extraterrestre.
Es notable que la Psicología y la Economía modernas, a la luz de los estudios más punteros, nos sorprendan una y otra vez con el hecho de que el sabio Adam Smith, haya dado en la tecla consistentemente. Comparto con ustedes, queridos amigos, tres cuestiones en las que el tiempo ha reivindicado su trabajo intelectual.
Los seres humanos somos proclives a los buenos oficios unos con otros.
«La naturaleza, que formó a los seres humanos para la amabilidad recíproca tan necesaria para su felicidad, hace de cada persona el objeto particular de la bondad de los individuos con quienes ella ha sido bondadosa. Ninguna persona benevolente pierde jamás por completo los frutos de su benevolencia. Si no siempre los recoge de las personas que debieran dárselos, rara vez deja de hacerlo, y multiplicados por diez, de otras personas. La bondad engendra bondad, y si el ser queridos por nuestros semejantes es la meta principal de nuestra ambición, la forma más segura de lograrlo es mostrar mediante nuestra conducta que realmente los queremos».[2]
Decenas de investigaciones de economía y psicología social prueban el punto de Smith. En 1971, Robert Trivers, un psicólogo evolutivo, publicó su teoría del altruismo recíproco[3] dónde explicaba que «la evolución podría crear altruistas en aquella especie en la que los individuos pudiesen recordar sus interacciones anteriores con otros individuos y luego limitasen su amabilidad presente a aquellos individuos que fuese más probable que pagarán el favor».[4] Esto está en concordancia con un estudio de economía conductual, que siempre nos recuerda el Doctor Martín Krause, «ante dilemas de bienes públicos, en general, un 55% de nosotros somos cooperadores condicionales, un 10% son altruistas, y un 23% son «free riders», no cooperadores», o «predadores», para que se entienda el punto. El profesor Krause agrega que «…el cooperador condicional es aquél que coopera si el otro o los demás cooperan» y, advierte contra el consenso general que «un mundo de altruistas [cooperadores incondicionales] no tendría futuro ya que sería invadido por los predadores».[5]
La prosperidad material de las naciones depende de su calidad institucional.
“[Aquel] país ya había alcanzado la plenitud de riquezas compatible con la naturaleza de sus leyes e instituciones”.[6]
Pocos lo saben, pero su obra magna se llama «Una investigación sobre la causa y el origen de la riqueza de las naciones». Ese enfoque fue, incluso sigue siendo, revolucionario en la ciencia económica. La riqueza a gran escala, accesible para todas las clases sociales, era un fenómeno emergente y novedoso en aquellos tiempos. Por lo tanto, decía Smith, no había que estudiar las causas de la pobreza, no, cualquiera podría ser pobre con solo sentarse a esperar lo suficiente. Era necesario investigar cuáles eran las causas de la riqueza, las causas de la prosperidad. Adam Smith observó agudamente que estas «Revoluciones en el Bienestar general»,[7] que en ciertos países mejoraban la condición de todas las personas, especialmente de las más necesitadas, no eran una resultante de tener abundantes recursos naturales, tampoco eran producto de su educación, ni siquiera eran una consecuencia de tener al «líder apropiado», al “Duce” o al “hombre fuerte del Estado”, sino que la riqueza se podía crear _y de hecho la riqueza se crea_ solamente cuando existe un marco institucional que garantice la libertad personal, los derechos de propiedad y el cumplimiento de los contratos. En ese sentido Adam Smith fue un precursor del Premio Nobel de Economía, del año 1993, Douglass C. North[8], quien realizó una serie de investigaciones económicas de la historia donde logró correlacionar, consistentemente, el desempeño económico con la calidad institucional. En la actualidad, el Índice Internacional de Calidad Institucional[9] del mencionado Doctor Martín Krause, el cual recoge datos de cientos de países sobre la calidad de sus instituciones, es una excelente herramienta para saber si vamos en ese camino: el camino de la riqueza y la prosperidad.
Adam Smith, el gran defensor de los pobres.
«Esa disposición a admirar y casi a idolatrar a los ricos y poderosos, y a despreciar o como mínimo ignorar a las personas pobres y de modesta condición, [···] es la mayor y más extendida causa de corrupción de nuestros sentimientos morales».[10]
Injustamente, el máximo representante de la ilustración escocesa, es tratado como insensible frente a las clases más humildes, hacia los desposeídos y pobres. Los que así lo juzgan ignoran que estamos tratando con un filósofo sentimentalista, uno que creía que «ninguna sociedad puede prosperar y ser feliz si en ella la mayor parte de sus miembros es pobre y desdichado».[11] Los estudios psicológicos nos han mostrado, recientemente, que las personas que sobreviven en situaciones de pobreza institucionalizadas causadas por políticas gubernamentales nocivas, desarrollan un fenómeno comportamental _un síndrome_ denominado «desamparo aprendido» o «indefensión aprendida».[12] [13] En total concordancia con “La teoría de los sentimientos morales”,[14] de Adam Smith, los seres humanos que padecen sistemáticamente los dramáticos efectos de la pobreza entran en un círculo vicioso, peligroso, debilitante, y con el tiempo, quizás irreversible. La manera en que poblaciones de seres humanos, con enorme potencial, se encuentran atrapados en Cuba o Venezuela nos recuerda los síntomas que padecieron los perros de la investigación experimental de Seligman, los cuales habían aprendido que nada podían hacer para modificar su entorno, tornándose apáticos, conformistas y encerrándose cada vez más en sí mismos, en una espiral descendente y debilitante.
Es así que las contribuciones del gran Adam Smith aún no han sido del todo exploradas. Lastimosamente, la narrativa oficial, pletórica del discurso socialista, lo ha condenado al ostracismo de las mallas académicas. Su nombre se murmura con sigilo en los pasillos universitarios, como si fuera un tabú. Los profesores universitarios que cantan loas a Marx le temen como a un fantasma. Pero la verdad sea dicha: nos encontramos frente a un moralista que comprendió profundamente la naturaleza humana y que nos heredó un corpus doctrinal coherente y acertado sobre cómo somos y sobre cuáles son las leyes que gobiernan las sociedades humanas y su progreso.
A casi trescientos años de su nacimiento, una nueva generación se ha levantado, una que se encuentra leyendo apasionadamente al gran filósofo de la compasión y la empatía humanas, una generación que alzará su voz para hacerle justicia al silencioso sabio de Kirkcaldy, Escocia, portando su efigie en nuestras remeras y sus frases en nuestras redes sociales.