Son cada vez más sólidos los indicios del genocidio en marcha que sufre la población uigur de la provincia china de Xinjiang. Catorce medios internacionales, entre ellos EL PAÍS, acaban de publicar la mayor filtración de datos sobre el internamiento de centenares de miles de ciudadanos en campos de reeducación, donde se los somete a una dura disciplina carcelaria, torturas, malos tratos y técnicas de lavado de cerebro. Esta documentación tiene su origen en los archivos policiales chinos y permite identificar la finalidad del internamiento, que Chen Quanguo, máximo responsable político de la región, ha definido como de “cuatro rupturas” impuestas a la población uigur: con su linaje familiar, sus raíces colectivas, sus relaciones con la diáspora uigur e incluso su origen personal.
Las autoridades chinas se escudan en la lucha contra el terrorismo, la radicalización religiosa y el separatismo, pero el internamiento, en ocasiones de familias enteras, no responde a imputaciones de delitos ni siquiera de opiniones, sino a la presunción de algún tipo de culpabilidad o peligrosidad a partir de la lengua, las prácticas religiosas, la vestimenta o las costumbres. El uso de las tecnologías digitales y de la videovigilancia, especialmente la identificación facial, han facilitado el carácter sistemático de una colosal operación para modificar la cultura y la identidad de una colectividad entera.
Si al internamiento masivo se suma la inmigración forzosa a la región de ciudadanos chinos de etnia han, que constituyen ya la mitad del censo, se entenderá que buen número de gobiernos, parlamentos y organismos internacionales consideren que la operación china se aproxima a la definición del crimen de genocidio establecida por la convención de Naciones Unidas. Es decir, un intento de destruir un entero grupo nacional, étnico, racial o religioso mediante la muerte de sus miembros, daños corporales o mentales, castigos calculados para llevar a su desaparición, medidas de control de nacimientos o la organización de la adopción de sus niños por otros grupos étnicos. Un aberrante programa de exterminio.
Esta es la segunda, mayor y más detallada oleada de informaciones sobre el proyecto de aniquilación de la población uigur, cuya difusión coincide con la visita a Xinjiang de la alta comisaria de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet. En 2019, EL PAÍS ya publicó, también junto a otros 16 medios internacionales, la primera investigación internacional sobre este gulag tecnológico, mucho más eficaz y sistemático de lo que fueron los campos de internamiento o gulag de la época soviética. El régimen comunista chino ha sabido aprovechar la guerra global contra el terror surgida tras los atentados del 11-S para maquillar una operación continuista de los campos de reeducación e internamiento de la época maoísta. Aparece como directamente comprometido en la operación el propio Xi Jinping, que ya ha rechazado las imputaciones ante Bachelet, atribuyéndolas a una arrogante visión occidental.
Esta masiva vulneración de derechos humanos no puede pasar por alto a Naciones Unidas ni a la comunidad internacional. La nueva China de Xi Jinping, más agresiva desde su llegada al poder, ha hurtado a Hong Kong sus libertades civiles, su sistema de elecciones parcialmente libres y la independencia de sus jueces. Se han incrementado los gestos de provocación e intimidación a Taiwán. La marina china, actualmente la mayor del mundo, apenas está dejando arrecifes sin construir en aguas territoriales ajenas del Mar de China Meridional. Como sucedió con la primera invasión rusa de Ucrania en 2014, la publicación de Los archivos policiales de Xinjiang constituye una seria advertencia para los países democráticos, no tan solo respecto a los valores que están en juego, sino a la legalidad internacional que China está vulnerando.