Inspirados por los regicidios y genocidios cometidos en las Islas Británicas en los siglos XVI y XVII así como por los valores del progresismo revolucionario estadounidense en 1776 (el mismo que mantuvo, entre otras pacatas minucias, a la esclavitud y segregación negra “de iure” hasta 1865 y “de facto” hasta 1968), en el fatídico año 1789 marcharon los insurrectos franceses a tomar la Bastilla para acabar con el “absolutismo monárquico” de los Borbones, esos mismos que decían que “París valía una Misa”.
Al igual que en Inglaterra e Irlanda, donde el tirano Oliver Cromwell (1599 – 1658) se encargó de exterminar a 1 millón de católicos después de decapitar a su Rey, los franchutes hicieron lo propio y emplearon ese inolvidable invento del Doctor Guillotín, que se popularizó durante el breve gobierno de Maximiliano Robespierre (1758 – 1794). Hubo “terror, gran terror y náusea” gracias a la furiosa “cuchilla nacional” que se encargaba de llevar la “libertad, igualdad y fraternidad” a todas las desafortunadas nucas que recibían el filoso zarpazo revolucionario que les hacía, literalmente, perder la cabeza.
En el primer período de la “Revolución Francesa”, los insurrectos se dividieron en bandos que se identificarían según sus diferentes posturas respecto al rol que debía ocupar la monarquía (o el “Antiguo Régimen”) en la “nueva Francia” que se habría de establecer, inspirada en los principios ideológicos y filosóficos de lo que ocurrió tiempo atrás en Inglaterra y EEUU. De hecho que el principal personaje de este “primer período” fue el Marqués Gilbert de Lafayette (1757 – 1854), quien fue General a los 18 años, peleando codo a codo contra Inglaterra junto a los revolucionarios estadounidenses que lo tenían y siguen teniendo como un “verdadero héroe nacional”, siendo él un gabacho a quien George Washington (1732 – 1799) consideró como un “hijo adoptivo”, pues él nunca tuvo vástagos biológicos y Lafayette había perdido a su padre en temprana edad.
A la izquierda del “Trono de Francia”, en las sobrevaloradas asambleas constituyentes de la Francia Revolucionaria, se sentaban los que deseaban abolir la monarquía. Se los llamaba generalmente “Jacobinos”, pero estos tenían dos bandos: los “Girondinos” (la centro-izquierda, liberales moderados, sus primeros líderes fueron Nicolás de Condorcet y Jacobo Brissot, deseaban que Francia fuera una especie de “República Coronada” con el Rey como figurín meramente simbólico) y los “Montañeses” (la extrema izquierda, liberales radicales, su más famoso caudillo fue el mencionado Maximiliano Robespierre, tenían por objetivo que Francia se convierta en una República Constitucional al estilo estadounidense, sin monarca, sin coronas simbólicas, nada de nada más que la voluntad del pueblo al que jamás consultaron). Es importante resaltar aquí que el “Club de los Jacobinos” estaba inspirado filosóficamente por las obras del liberalismo anglosajón y tenían un intenso odio a la Iglesia Católica, a la que buscaron desaparecer de Francia tal y como lo hizo la “Pérfida Albión” (o al menos, lo intentó, apuchúlina).
En contrapartida, a la derecha del “Trono de Francia” se encontraban los defensores o supuestos defensores de la monarquía. Los “moderados” fueron denominados peyorativamente como “conservadores” y actualmente se prefiere el término español “maricomplejines”. Estos “centro-derechistas” simpatizaban bastante con los “girondinos” (de hecho que muchas veces era difícil distinguirlos), pero deseaban que Francia fuera una especie de “Monarquía Constitucional” al estilo de Inglaterra, con un Rey que retenga ciertos poderes efectivos. Estaban dispuestos, a su vez, a hacer todo tipo de concesiones para apaciguar a los radicales “montañeses”. Su principal figura fue el mismo Marqués Gilbert de Lafayette, héroe de los Estados Unidos, junto al “Club des Feuillants” (de los folleteros). Pero obviamente, también existió la “extrema derecha”, la verdadera y originaria, que no era otra cosa sino aquellos que deseaban mantener intactas las instituciones del llamado “Antiguo Régimen” y que las cosas vuelvan a la “normalidad”.
Los “montañeses” (la extrema izquierda liberal) se imponen a los gritos y a la fuerza. Maximiliano Robespierre, de indiscutible talento e implacable voluntad, desata el “Gran Terror”. La navaja revolucionaria hace lo suyo. Los “maricomplejines” de la “centro-derecha” conservadora terminaron todos pudriéndose en las cárceles y luego, con sus cabezotas en canastos. El Marqués de Lafayette se salvó por un pelo y escapó a Austria, pero no corrieron con la misma suerte los monarcas franceses, Luís XVI y María Antonieta de Austria. Cuando ya no había “conservadores” a quienes decapitar, la insaciable guillotina se alimentó de los “girondinos” y hasta de varios “montañeses” en un festival diabólico de paranoia y sangre. Ni siquiera el mismo Robespierre se libró de la “cuchilla nacional”.
El brillante Conde de Joseph de Maistre, desde su exilio, describió todo esto de manera lapidaria: “La Revolución es como Saturno, se devora a sus propios hijos”. Inspirado por dicha frase, otro genio, el español Francisco de Goya pintó una de sus más famosas “goyescas”, una obra pictórica que hasta hoy impacta por su oscura y tétrica temática en la que se ve más o menos, eso que el Conde de Maistre había descrito.
Como acostumbra a ocurrir en todas las revoluciones, los sucesos de la capital escapaban a la comprensión de la mayoría del pueblo llano que vivía en el interior del país. En resumidas cuentas, en casi todas las regiones de Francia que se hallaban fuera de la esfera de influencia de París, al enterarse de que habían apresado y ejecutado a sus monarcas, se levantaron en armas en defensa de los mismos. ¡A ellos, a esos hombres y mujeres del pueblo, los muy democráticos y liberales revolucionarios franceses jamás les preguntaron su opinión!
El pueblo galo, capitaneado por varios caudillos, tomó las armas y levantó las banderas de “Dios y el Rey” para combatir a los burgueses revolucionarios. Es que sabían por “instinto natural” que, más allá de sus muchos desaciertos y errores en la administración política, los únicos que siempre estaban para proteger los derechos de los más indefensos eran los Monarcas y la Iglesia Católica, esas dos instituciones a las que las “Revoluciones Liberales” declararon guerra. Sabían por “instinto natural” que los burgueses dizque democráticos, con su arrogancia, espíritu explotador y usurario, prepotencia y supuesta “ilustración” que no eran sino eslóganes y consignas de camarilla hermética que jamás reflejaban la realidad, llegarían completamente desatados y con las manos libres para caerles encima y dejarles en la calle. ¡Ya estaba el pueblo francés bastante empobrecido por las políticas de los Borbones para tener que soportar a estos “nuevos tiranos”, burguesitos de pacotilla mil veces más angurrientos y explotadores que un par de reyes fracasados! Fue así como nació la auténtica “ultra-derecha” y no hay más.
“La Chouannerie”, “La Vendée”, la “Revuelta de Lyon” (segunda ciudad de Francia) fueron campañas de “resistencia” que quedaron grabadas en la historia por el heroísmo de los pueblerinos y campesinos que con picos, viejos trabuquetes, espadas y lanzas combatieron en defensa de los valores del “Antiguo Régimen” contra los fusiles y cañones de la guillotina revolucionaria parisina. Estos contra-revolucionarios, la “ultra-derecha original”, tienen el mérito, ese mérito insuperado y jamás ponderado por los “biempensantes”, de haber sido los únicos que se opusieron frontal y abiertamente al “Gran Terror” mientras los demás “maricomplejines” transaban (para terminar guillotinados al fin y al cabo) o simplemente, huían de ese “monstruoso Saturno” al que ayudaron a crear en complicidad con la “Logia Jacobina”.
Hasta que un día llegó un personaje que se decía “ni de izquierda, ni de derecha, ni monarquista, ni revolucionario”. Un soldado que peleó por Francia, que se mantuvo lejos del baño de sangre, que incluso era visto como un “outsider”. El primer hombre que dio nacimiento a lo que hoy se llamaría “Tercera Posición”. Nació en Córcega, era petiso pero con una personalidad arrasadora, con muchos aciertos y muchos errores. Por sus éxitos militares, le llamaron “el Gran Corso”. Por haber secuestrado a dos Sumos Pontífices, hasta que se hizo coronar “Emperador de los Franceses”, otros le tildaron de “Gran Usurpador”. Pero esta es otra historia.
¿Para qué nos sirve recordar todo esto?
Por una parte, porque siempre es bueno hacer un ejercicio de historia para que la gente tenga bien definidos los orígenes de los conceptos actualmente utilizados. Cierto que las categorías de “izquierda versus derecha” han quedado algo obsoletas, pero siguen siendo útiles en líneas generales para hacer una descripción más o menos panorámica de la situación.
Téngase en cuenta lo siguiente. En el mundo tecnocrático y posmoderno en el que vivimos, no son las ideas de la “derecha” las que prevalecen, esto es, las instituciones tradicionales y “temperadas” entre sí; el monarca o autócrata que ejerce la “soberanía”; la Iglesia Católica como ente regulador de la legislación del país o reino; el pueblo organizado en comunidades verdaderamente democráticas como los Cabildos, los gremios, las corporaciones de obreros; la moneda del país sustentada por la fuerza del “Soberano” así como por la producción y por valores reales; la defensa de la vida y la familia natural; la protección de la propiedad privada dentro del marco del “destino universal de los bienes”, etcétera).
Lo que existe hoy es el “Nuevo Régimen”, es decir, la “Revolución Liberal” en marcha como sistema vigente y plenamente activo. O sea, es la izquierda la que domina al mundo, en sus vertientes “liberal moderada (girondina)” o “liberal radical (montañesa)”. Salvo algunas diferencias de aplicación o apreciación (la función de la propiedad privada o las maneras de organizarse el gobierno), todas ellas coinciden en lo esencial: fundamentalismo democrático (la “asamblea” o el “soviet”), la eliminación de cualquier influencia de la Iglesia Católica en la esfera pública (“secularismo” o “ateísmo” de estado), la imposición de la “Religión del Progreso” o “progresismo” a toda costa en contra de cualquier trazo de tradición, la desaparición de verdaderas organizaciones democráticas (gremios, corporaciones obreras) siendo estas absorbidas por el Estado Liberal (Leviatán) o por “sindicatos” que no son sino entes al servicio de la “politización”, la reducción del hombre a simple objeto al arbitrio de las fuerzas materialistas, utilitaristas y economicistas (por un lado tenemos el “homo agóricus”, hombre sometido al mercado, por el otro aparece “homo soviéticus” cuyo significado es evidente) que solo se diferencian entre sí por los métodos, porque al final, terminan convirtiendo a los seres humanos en miserables máquinas de producción y consumo, endeudadas por la usura explotadora de los burguesitos oligarcas internacionales o por el expolio indisimulado del Estado Comunista saqueador.
Cuando esto se tiene en claro, se puede comprender mejor de qué viene el asunto de la “izquierda versus derecha”. Desde 1789 vivimos, con excepciones que paulatinamente fueron borradas del mapa, bajo la hegemonía de las ideologías y filosofías de la “izquierda”, sea esta liberal o marxista. Más o menos en el llamado “centro” del espectro político, tenemos a los girondinos, a los conservadores y demás “maricomplejines” que siempre, pero siempre, terminan cediendo ante las histéricas proclamas de los montañeses radicales, quienes cuando se aburren, los agarran a todos y los mandan al gulag o a la guillotina. Los únicos que quedan son los de la “ultra derecha”, esos que tanto terror generan a los “biempensantes” que son incapaces de darse cuenta que, en realidad, es la “izquierda” (junto a sus cómplices “moderaditos”) la que ha llevado al mundo en el calamitoso y atroz estadio de inmoralidad y crueldad inhumana como nunca se han visto en la historia.
O en resumidas cuentas, “el sueño de la razón produce monstruos” como señaló alguna vez Francisco de Goya. O sea, el Leviatán Liberal, ese diabólico Saturno que con sus interminables revoluciones vino a tragarse a sus propios hijos una y otra vez, tal y como acertadamente anotó el agudísimo Conde de Maistre.
Entonces, sí ser de “ultra derecha” implica luchar por la restauración del “Antiguo Régimen”, realmente en sentido estricto, tal cosa ya no existe. Salvo que en esa etiqueta tan utilizada y que tanto “cuco” les da a los “biempensantes”, se incluya a todos aquellos quienes, sin que necesariamente defiendan los valores del dicho “Antiguo Régimen”, se ponen en marcha para combatir contra el cada vez más inmenso y totalitario sistema globalista, tecnocrático y revolucionario en el que nos hallamos inmersos, con sus falsos dogmas y millones de atrocidades hechas en nombre de la “libertad” y de la “democracia”.
Lo que, por reduccionismo, que en este caso es válido, nos lleva a la conclusión más notable. Por un lado se encuentran los que defienden al monstruoso Saturno (de hecho, fueron sus creadores), representados en la “izquierda” (liberal, revolucionaria, globalista, tecnocrática, marxista y todas sus demás vertientes incluyendo aquí a conservadores y demás “maricomplejines” en rol de cómplices). Por el otro aparece la llamada “ultra derecha”, los únicos que verdaderamente se oponen y luchan contra Saturno mientras intentan salvar las vidas de los ciegos hijos de este monstruo. Esos son los únicos “dos bandos” que actualmente existen. Algunos han dicho “patriotas” versus “globalistas”, lo que también es correcto dentro de ciertos parámetros que deberían discutirse.
Ahora y por último, despreciables son aquellos quienes, en nombre del “sueño de la razón que produce monstruos”, justifican e incluso se ponen de lado de ese horrible Saturno que se devora a sus hijos por “miedo” a la llamada “ultra derecha” que con luces y sombras, ha intentado combatirlo. Creo que toda persona con honestidad intelectual estará de acuerdo con esto.