Haya sido en la crisis del alcohol en gel y otros productos sanitarios, en los repentinos encarecimientos de la carne o en el problema mundial de la escasez del combustible, he observado un equívoco fundamental en torno a la discusión pública del fenómeno que en economía se denomina “precio”. Este equívoco es una derivada de creencias erróneas sobre lo que un precio es y cómo se determina, y ha sido un “foco de infección” de la discusión política en los últimos años.
Los más irreflexivos piensan que el precio es una mera etiqueta de papel que se adhiere a los productos en un supermercado. Un precio, dicen otros, es sencillamente una cifra contable. Para estas personas la cuestión se reduce a una nominación numérica que indica si una cosa es más cara que otra. Hay un tercer grupo que sospecha que los precios son fijados arbitrariamente por empresarios deshonestos que intentan subirlos a costas del gran público. Cuando las cosas van mal en la economía, estas creencias desembocan irremediablemente en un punto: si el precio es una etiqueta, o una cifra o es acordado por un grupo de empresarios inescrupulosos, entonces el precio puede (y debe) ser “impuesto” o “dictado” desde el poder político, por pretendidas razones de orden público.
Lo cierto es que un precio en un mercado libre es un fenómeno periférico, es sencillamente un síntoma de lo que sucede cuando las personas actúan, cooperan e intercambian de manera voluntaria, y surge necesariamente debido a una repartición desigual, y en última instancia a una desigual valoración, de los bienes y servicios por parte de los agentes económicos individuales, es decir, las personas. Los precios son un fenómeno tan natural que incluso se observan en condiciones de trueque. Pensemos en el siguiente escenario que a todos nos es familiar ¿Recuerdan los cumpleaños infantiles donde explotaba una piñata con pequeños juguetitos en su interior? Luego de la toma de juguetes, cada niño contaba con una dotación de los mismos, y como esa dotación era desigual y cada niño tenía preferencias desiguales por este o aquel juguetito, entonces comenzaba el trueque. No era infrecuente que juguetitos repetidos, más abundantes, se intercambien “dos por uno” por otros, o que se intercambien, inclusive, tres por uno. Bueno, justamente ese “dos por uno”, o “tres por uno” es lo que en economía se denomina “precio”. Sucedía otro tanto con las figuritas en la escuela, o con las golosinas.
Es decir, el precio del intercambio es un fenómeno natural, consecuencia de la escasez relativa de ciertos bienes y servicios y de las preferencias, siempre subjetivas, de los demandantes y oferentes. ¿Qué significa ese “dos por uno” o ese “tres por uno”? Sencillamente significa que las personas están dispuestas a ofrecer y a pagar esas cantidades en sus intercambios. Es por eso que intentar controlar los precios es sencillamente buscar controlar las acciones individuales. ¿Había algún “policía” en la escuela que te obligada a no intercambiar figuritas a menos que sea bajo ciertas condiciones? “Jovencito, esa figurita no se puede intercambiar a menos que le entreguen dos de aquella”. No, eso es ridículo, incluso para los niños que entienden naturalmente el proceso del intercambio. ¿Entonces por qué es una costumbre tan arraigada en la economía de un país acudir a los controles de precios? Sencillamente porque es unas de las formas del poder político, y el poder político es, al fin y al postre, coacción.
Piénsenlo por un segundo. Una persona demanda tus servicios de jardinero. Vos y ella están negociando un precio, es decir, tu salario. ¿Es acaso remotamente posible que un político o un comité puedan, a kilómetros de donde están tu potencial cliente y vos, determinar el precio de Tu servicio? Imposible. El político o el comité no tienen la información para hacerlo. No te conocen. No conocen a tu cliente. No saben cuánto tiempo te costará el trabajo, qué herramientas disponés, no saben cuáles son tus preferencias, no saben cuánto dinero tiene tu posible cliente ni cuántas obligaciones asumidas tienen ambos: tanto vos como tu cliente pueden destinar sus recursos (dinero, él; tiempo y esfuerzo, vos) a otras actividades que les urgen igualmente. La cuestión es harto compleja y no existe ente central, político o comité que pueda decirte el precio por el cual vender tu trabajo. Dictar un precio desde el poder político, no solo es imposible de hacer sin errar en el proceso, sino que es una exigencia inmoral: solamente vos, negociando con tu cliente, puedes ponerle un precio a tu trabajo.
En el fondo, entonces, vemos que los precios son fundamentalmente un asunto de información. Emergen de forma particularísima por la confluencia de millones de informaciones coyunturales y personalísimas que poseen demandantes de un bien o servicio y oferentes de un bien o servicio. En torno a este dato, el precio, se articulan y aglomeran una amplia red de demandantes y oferentes conformando un mercado, en lo que se conoce como un fenómeno espontáneo. Además, es un fenómeno dinámico, cambiante y flexible, que escapa a los modelos estáticos de los economistas pagados por los intereses políticos. Por lo tanto, no solo es una improbabilidad manifiesta que un arrogante politicastro, desde su escritorio, pueda “fijar” o “poner” un precio a cualesquiera de tus mercaderías o servicios, sino que es una inmoralidad asquerosa dictarles a las personas por cuánto tiene que comprar o vender, pues en última instancia implica intentar controlar sus valoraciones personales y, demás está decir, solo la gente perversa intenta controlar las valoraciones de los demás.
Los precios en un mercado libre se forman por las millones de preferencias manifestadas en demanda efectiva y expresada en unidades monetarias. No son etiquetas numéricas que se le ponen a los productos. Creer que un político puede “poner” o “fijar” un precio es una rémora de la esclavitud y es una creencia nociva, incompatible con la dignidad humana.