Para quienes nos tocó estudiar en la universidad ―especialmente, carreras del área de las ciencias sociales― a finales de la década del 90 y los primeros años del siglo 21, era muy común escuchar que los docentes hagan apologías de los bloqueos y saqueos que organizaban personajes como Oscar Olivera, Evo Morales o Felipe Quispe. Siempre recalcaban que Bolivia era un país con una alta concentración de riqueza en pocas manos, y que eso ocasionaba una «grieta» entre pobres y ricos. Por ende, era muy justo que las «victimas» de esa injusticia social paralicen las ciudades bolivianas durante semanas.
Esos mismos profesores festejaron con gran jubilo la caída de Gonzalo Sánchez de Lozada el 2003, apoyaron fervientemente la traición de Carlos Mesa a su presidente, y tuvieron un orgasmo cuando Evo Morales llegó al poder el 2005. Fueron los tontos útiles ―término usado por Fidel Castro para referirse a los incautos que apoyaban su causa― para que el Foro de Sao Paulo capture el país.
El año 2015, con motivo del festejo de los 65 años de fundación de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Mayor de San Simón, fui invitado a un debate sobre la economía boliviana (para ese año, yo ya era un analista económico medianamente reconocido en mi ciudad natal). Si bien, los estudiantes se esmeraron en realizar un bonito homenaje a la facultad, no pude evitar sentirme decepcionado. Pues los profesores, que durante mi época de estudiante defendían a Morales y sus secuaces, continuaban repitiendo las falacias de la grieta económica y la redistribución de la riqueza.
El axioma central de esas ideas es que existe una cantidad fija de riqueza, imagine una pizza, y que un grupo de abusivos (en este caso los empresarios) toman para sí una porción más grande. Ese sería el origen de la pobreza, la desigualdad y las injusticias sociales. En ese marco, la intervención del Estado pasa a ser no sólo deseable, sino justa.
No obstante, aunque esas ideas puedan parecen honestas, están repletas de serios errores. Primero, no existe una cantidad fija de riqueza. Ya que la economía es un proceso dinámico donde la riqueza se crea cada día. Segundo, el empresario no es un matón que se robe la porción de otro, sino un benefactor social. Puesto que los bienes que producen sólo son exitosos si tienen la capacidad de hacer feliz a un tercero. Y finalmente, toda política redistributiva es inmoral. Porque toma por la fuerza aquello que el mercado asignó de forma pacífica.
El mainstream académico, ya sea en universidades estatales o privadas, nos hace creer que la política fiscal progresiva (esa donde los ricos pagan más impuestos) es el mecanismo para terminar con la grieta social. La realidad es que esa medida genera desincentivos a futuras inversiones ―desde que se aprobó el IGF en Bolivia millones de dólares buscaron refugio en otros territorios― y perpetua la pobreza.
Empero, que profesores (muchos de ellos llenos de grandes cartones universitarios) repitan conceptos errados no es el mayor de los problemas, sino que esas ideas sirvieron de discurso para que los delfines del castro chavismo se apoderen de varias naciones en nuestra región. Obviamente, con serías consecuencias para las libertades individuales. Veamos el ejemplo de Bolivia.
El Índice de libertad humana es un reporte elaborado por los economistas Fred McMahon e Ian Vásquez. En el reporte se puede observar que Bolivia ocupa el puesto 172 entre 178 países observados. La violación a derechos básicos, como la libre expresión, pero también la presión tributaria (la cuarta más alta del mundo) son los factores preponderantes para que el país se encuentre en el rango de las naciones con libertades reprimidas.
Asimismo, en el indicador Doing Bussines, Bolivia registra caídas constantes desde el año 2015 (del puesto 159 al 172 en el 2021). Su posición en el ranking deja claro que el país no es un lugar propicio para hacer negocios. Porque el Estado usará el sistema tributario para extorsionar a los emprendedores.
Por otro lado, es mentira que no se puede achicar el Estado, reducir la presión fiscal y bajar el gasto público (como dicen algunos políticos de la «oposición»). Si no se pudiera, estaríamos condenados a trabajar gratis y a la servidumbre involuntaria. Concluir que no se puede achicar el Estado y bajar el gasto público, es admitir que no podemos luchar por más libertad. Obviamente, esto último no es verdad. Lo que pasa es que la elite del MAS y sus funcionales de la falsa oposición están interesados en que no se achique el Estado, porque eso les permite tener acceso a mucho poder y una enorme cantidad de recursos económicos.
En este contexto, la grieta más importante es la que divide a los individuos entre pagadores y cobradores de impuestos, entre aquellos que quieren vivir de su trabajo y los otros que quieren parasitar el trabajo ajeno. La grieta es moral.