Después del derrumbe soviético, los militantes de la izquierda Latinoamérica ―especialmente, Fidel Castro― necesitaban nuevos discursos. Es en ese momento que remplazan a Carlos Marx por pensadores como Ernesto Laclau, Chantal Mouffe o el boliviano Álvaro García Linera. Sus enemigos serían los de siempre (el libre mercado, la democracia, la familia y la fe cristiana). Pero ya no usarían la lucha de clases como instrumento de subversión, sino la política identitaria.
Los promotores de la política identitaria dan por sentado que las personas que comparten un atributo determinado ―por ejemplo, tener la piel cobriza― tienen los mismos intereses. Por ende, los líderes de estos grupos se asumen como sus legítimos interlocutores, o incluso como sus «salvadores». Esto no sólo es reduccionista ―supone reducir la identidad de una persona a una característica concreta―, sino que es una forma de esclavitud. Ya que al asumir la lógica de «oprimido», «opresor» y «libertador», éste último pasa a ser el verdadero verdugo.
Eso es, justamente, lo que sucede con muchos de los indígenas bolivianos. Porque, desde que el Movimiento Al Socialismo se presentó como su instrumento de «liberación», son rehenes de la dictadura que ejerce la élite masista. Veamos.
Cuando en marzo del 2020 la pandemia ingresó a Bolivia, el país se encontraba en pleno proceso de reinstauración de la democracia (Evo Morales fue descubierto en su intento de fraude y huyó a México). La presidenta Jeanine Añez, junto con su equipo ministerial, tuvo que tomar decisiones, entre ellas, la cuarentena rígida en todo el país.
La dirigencia masista se aprovechó de ambas circunstancias para generar conflictos sociales.
A los indígenas de El Alto les dijeron que la enfermedad no existía. En otras partes del país, hicieron correr el rumor que todo era una estrategia de Añez para quedarse en el poder. Finalmente, en agosto de ese año, movilizó a sus bases para bloquear las carreteras bolivianas y exigir la convocatoria a elecciones generales.
Dicho bloqueo, sin lugar a duda, marcó el momento más delicado para el gobierno durante la pandemia. Ya que no sólo tenía más de 7.000 camiones varados en las carreteras durante varios días, sino que también provocó la muerte de más de 40 pacientes por falta de oxígeno (incluida la hermana de Evo Morales).
Resulta paradójico que, luego de haber mentido deliberadamente sobre la existencia del virus, El Movimiento Al Socialismo promulgue el D.S.4661 (que obliga a portar Certificado de Vacuna para realizar cualquier trámite). Como era de esperarse, muchas organizaciones indígenas afines al gobierno expresaron su rechazo ―además, de confesar la campaña de desinformación a la que fueron sometidas―, entre ellas, la Federación Departamental de las 20 Provincias de La Paz ―que en un ampliado departamental resolvió exigir la abrogación de los decretos 4640 y 4641, sobre el carné de vacuna, y la renuncia del ministro de Salud, Jeyson Auza―.
Ya varios expertos se han pronunciado sobre la inconstitucionalidad del decreto, que incluso viola el Código Núremberg de 1947. Por eso, no me voy a referir a ese tema, sino al accionar de la «oposición» boliviana. Puesto que, en lugar de desmontar el relato indigenista ―y mostrarlo como la gran mentira que es―, le dio oxígeno al gobierno apoyando un decreto que viola los principios más básicos del derecho.
Si bien, el indigenismo como teoría es una farsa, es muy útil para las dictaduras del Socialismo del siglo 21. Pues ―usando el miedo, la confusión y la envidia― convirtió a los indígenas bolivianos en una masa amorfa. Y como la masa requiere una adhesión total a sus principios, el pensamiento individual queda anulado, incluso puede ser condenado si pone en peligro la cohesión del grupo.
El indigenismo no defiende al indígena, sino que lo instrumentaliza para que unos cuantos se eternicen en el poder. No lo libera, lo esclaviza al grupo delincuencial que tiene su sede en La Habana.