Cuando uno va a una Santa Misa en la que se celebra correctamente el Orden Litúrgico, lo primero que hacen todos los fieles dirigidos por el presbítero es el “Confíteor”, cuyas primeras líneas son:
“Yo confieso ante Dios Todopoderoso,
y ante Ustedes, hermanos, que he pecado mucho,
de pensamiento, palabra, obra y omisión.
Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”.
Esta maravillosa oración es una especie de “confesión pública” que se remonta, según la tradición, a los primeros cristianos. Luego se procede al “Kyrie”, es decir, el antiquísimo cántico de los catecúmenos: Kyrie eleison, Christe eleison (Señor ten Piedad, Cristo ten Piedad). En nuestro país, se hizo mala costumbre el “Ore poriahu vereko Ñandejara, ore poriahu vereko Jesucristo”. Cabe aclarar que en el Rito Tridentino (mal llamado “tradicional”, fue institucionalizado durante la contrarreforma en Trento para los monarcas y aristócratas de entonces) el “Confíteor” quedaba inmediatamente antes de la Comunión. Por supuesto que debemos señalar aquí mismo que solamente por medio del Sacramento de la Confesión ante un sacerdote se obtiene la absolución de los pecados. Pero el “Confíteor” tiene su función litúrgica. Es un acto de reconocimiento público, de humildad y humillación ante Dios. Uno de mis amigos, personaje que solo puede producir el Paraguay, el Dr. Vadim Garcipovitch, el máximo exponente de la filosofía del rumano afrancesado Emil Cioran, desde Alaska hasta Tierra de Fuego, alguna vez expresó y que conste que no es un católico devoto:
“El Confíteor, junto con el Kyrie Eleison, es el maravilloso acto del Ritual Romano en el que monarcas y campesinos, libres y esclavos, aristócratas y plebeyos, santos y pecadores, absolutamente todos se arrodillan y reconocen públicamente su miserable pequeñez e inevitable condición de mortales irredimibles”.
Lastimosamente, salvo excepciones, no es regla en nuestro país que la celebración de los Sagrados Misterios se realice con toda la solemnidad y rúbricas correspondientes. No faltan los sacerdotes, de cuño liberal y modernista, quienes consideran a la adecuada y completa realización del “Confíteor” como un acto “demasiado oscuro y triste”, aparte de que para ellos “se alarga cinco minutos más la Misa”. Y por supuesto, abundan en las celebraciones parroquiales del país cánticos e himnos que rozan, por su melodía, armonía, ritmo y/o letras (escribo esto en el día de Santa Cecilia de Roma, ¡ora pro nobis!) lo profano. No pedimos que los coros musicales de los templos sean todos al estilo de Palestrina, Tomás Luís de Victoria o Pergolesi, pero al menos se debería buscar un mínimo de decoro y seriedad para el recinto sagrado. Además, nada tengo contra el bellísimo y maravilloso idioma guaraní, pero dudo mucho de que sea una “lengua litúrgica”, pues no es lo mismo decir “Kyrie Eleison” que “Ore poriahu vereko”, pero bueno, eso lo dejaré a los expertos, si es que los hay.
Este Orden de la Misa en el Rito Paulino (vulgarmente conocido como “Novus Ordo”) tiene su belleza y encanto pues lo primero que uno debe hacer ante la presencia de Dios Todopoderoso, es pedirle perdón. Somos pecadores y sin su misericordia infinita por medio de Jesucristo, no tendríamos redención alguna. Solo con este reconocimiento y recogimiento podemos acceder a la plenitud total en el Cuerpo y la Sangre del Cordero.
Los católicos somos conscientes de que todos, absolutamente todos los hombres, son pecadores. Ninguno solo está libre de pecado. ¿Cuántas faltas contra la fe, la esperanza y la caridad habré yo mismo cometido a lo largo de mi vida? Sería interminable e impagable si no fuera por la Divina Misericordia de Jesucristo. ¡Dios me pille confesado!
Sin embargo y aquí entramos en calor (luego del Confíteor, convenientemente), esta es precisamente la diferencia entre catolicismo y protestantismo. Los primeros sabemos que Dios es infinitamente misericordioso, pero también es un Juez Severísimo que en el día del juicio, se encargará de cada uno de nosotros y nos cobrará todas, hasta el último céntimo. “Rex Tremendae, qui salvandos salvas gratis, salva me, fontis pietatis” diría el Réquiem de Celano.
Pero los protestantes y sus herederos (liberales, marxistas, progresistas, modernistas), siguiendo las herejías de Lutero y Calvino, no creen en el perdón ni en la necesidad de confesar los pecados, pública y/o privadamente, para obtener la absolución. “Pecca forter sed crede fortius” del Gran Heresiarca es la máxima que siguen. El Dr. Garcipovitch, quien también es un especialista en la degustación de bebidas fabricadas originalmente por monjes, lanzó una hiriente crítica a esta “ética protestante” que no es sino falsa ética:
“Es una filosofía de hipócritas, creada por hipócritas para gente hipócrita, que quizás ni cuenta se da de su propia hipocresía”.
Esto no deja de ser verdad, aunque venga de un cuasi-ateo como Vadim. Conste que yo conozco a excelentes personas que pertenecen a las sectas protestantes y que quizás por ignorancia o por una fe inmadura han caído en las garras del error. Pero la cosa se va complicando.
Porque hoy vivimos en un paradigma de puritanismo cultural e intelectual en el que precisamente, por causa de la falsa ética del protestantismo, toda la sociedad se encuentra en un constante asedio. Esos mismos que no creen en la veneración de los “santos” y que piensan que todos “ya están perdonados” del pecado, son los que más intensamente levantan el dedo acusador en contra de quienes hayan reconocido haber cometido errores en el pasado. Por descontado, digamos que las sociedades calvinistas o puritanas jamás se han arrepentido de sus propias miserias, por ejemplo, de la cacería y matanza de 200.000 mujeres en la Europa Protestante acusadas de “brujería” (fenómeno prácticamente inexistente en el mundo católico, salvo puntuales excepciones), los pogromos contra judíos empezados por Lutero y que alcanzaron su consecuencia natural con la funesta ideología del nazismo, heredera política de la teología del Gran Heresiarca.
No debe sorprendernos que movimientos como el “progresismo” o “Black Lives Matter” hayan surgido de estas sociedades puritanas y calvinistas, donde nadie reconoce sus errores (teológicos, ideológicos, políticos o personales) y nadie muestra sincero arrepentimiento, pues todo ello implicaría catastróficas consecuencias sociales e incluso en la política mundial. Es por esta razón que el sistema tecnocrático y globalista solo tiene como alternativa reinventarse o sucumbir. No tiene otra opción. Su mundo interior es como un caldo de cultivo que inevitablemente termina explotando con enorme fuerza destructiva. Es un poco la crítica que aparece en la película “Belleza Americana” (American Beauty, 1999). Todos fingen ser lo que no son, todos “pecan fuerte” y “creen más fuertemente” en una mentira, y todos al final son nazis enclosetados que estallan tarde o temprano. Son los eternos “Sepulcros Blanqueados” del Evangelio. Solo que en esa película, por si no queda claro, absolutamente nadie cree en la existencia de un Divino Redentor, mucho menos en santos y pecadores. Es lo opuesto al mundo católico, que es capaz de reconocer sus errores, sus fallos, de enmendarse, de buscar soluciones a las equivocaciones del pasado y de creer firmemente en que los pecadores, si se arrepienten de corazón, pueden ganarse el cielo, como mártires o como santos.
Marxismo cultural es simplemente el nombre posmoderno que le damos al puritanismo anglosajón, que al no creer ni en Dios ni en el diablo, vive en una eterna y constante “cacería de brujas”. Si hay expropiación de bienes, todavía mejor para ellos.
Como los ídolos del mundo anglosajón siempre han tenido pies de barro, siempre se han sustentado gracias a la propaganda mantenida hasta las últimas circunstancias, es natural que, como una reacción desequilibrada, todos los movimientos iconoclastas del posmodernismo se concentren allí, en donde se levantaron estatuas de la libertad en vez de que se proclame para siempre el Reino de la Divina Misericordia de Jesucristo. Entonces, tarde o temprano, los mismos iconoclastas de la posmoderna “cacería de brujas” harán caer a esos ídolos para instalar a otros, falsos por supuesto. ¡Black Lives Matter, al menos en su sentido iconoclasta, es una invención de Lutero y Calvino!
La pregunta final que quedará para el lector es la siguiente. ¿Es usted capaz de reconocer sus faltas, confesarlas, mostrar verdadero arrepentimiento y enmendarse?
Porque en la fauna política paraguaya, tenemos a personajes que se muestran con el eterno doblez malsano del puritanismo, que buscan vender al mundo ese estuche vacío de contenido pero lleno de tragedia a punto de caramelo que es la falsa “Belleza Americana”, una hipocresía de aquí a la luna. Estos personajes de nuestra fauna politiquera jamás reconocen sus errores, jamás aceptan que son tan pecadores como el resto, tal vez peores, jamás piden perdón ni dicen “me equivoqué”. Simplemente, patean hacia adelante todo, aplican la ley del silencio y dejan que el agua corra hasta que la gente olvide mientras apuntan con el dedo a los demás. La vieja táctica del puritanismo anglosajón.
Pero este es el más grande de los desaciertos: creerse impoluto, que uno está libre de pecados, quizás porque uno mismo no tiene una fe sincera ni en Dios, ni en el diablo. Es el síndrome del “Sepulcro Blanqueado”. Pero tarde o temprano la hora de rendir cuentas le llega a todos. O como afirmaría el gran experto en la filosofía de Cioran, Vadim Garcipovitch: “todos vamos a morir, es mejor decir la verdad y no fingir para no ser unos ridículos puritanos culturales”.
Que así sea.