La Iglesia Católica, desde su origen, ha sido defensora de la dignidad humana. En el tercer milenio de su historia, se ha destacado por sacrificarse ella misma para preservar la Verdadera Doctrina al mismo tiempo que para llevar su mensaje de civilización, justicia social y auténtica libertad a todos los confines de la tierra. Su misma supervivencia, a pesar de tantos avatares, vendavales y tempestades de la historia no es sino un testimonio de la Promesa que su Divino Fundador le ha hecho: que estaría con ella hasta el fin de los tiempos. No pocos desafíos fueron los que superaron los Apóstoles y sus descendientes, los Obispos de cada Diócesis. Incluso la corrupción y el pecado de los hombres que la conforman la han herido muchas veces, aunque ella resiste, persiste y prevalece a lo largo de la historia por los méritos del Espíritu Santo que habita en ella, vivificándola y renovándola en la tradición.
Primera y principal defensora de la dignidad humana desde la misma concepción, la Iglesia de Roma también es “Parens Scientiarum”, es decir, Madre de las Ciencias. El conocimiento científico moderno nació bajo sus alas, creció alimentado por ella en los monasterios, escuelas de traductores, cátedras y universidades, que fueron creación suya. ¿Acaso hay algo en nuestro mundo que no haya sido nutrido desde el Río Tíber?
La Historia Universal podría ser relatada fácilmente como la Historia de la Iglesia Católica contra los dominios y principados de este mundo. Pues no han faltado poderosos monarcas, emperadores, jefes de estado u oligarquías internacionales que quisieron utilizarla para sus propios fines. Sin embargo, todos estos intentos fracasaron siempre, muchas veces de manera estrepitosa. Los grandes Imperios han pasado, pasan y pasarán, pero la Iglesia Católica sigue allí, contra viento y marea, contra miles de tempestades, contra los pronósticos de todos los que vaticinaron tantas veces su inminente destrucción.
Todos estos sacrificios se han superado con inteligencia y valentía. A diferencia de lo que ha ocurrido con los hermanos del Rito Oriental así como con las Sectas Protestantes, Roma siempre se preservó íntegra y supo inmunizarse de todo intento de quedar como instrumento del poder secular y mundano. Es cierto que en muchos casos existió “cooperación”, pero nunca “servilismo” ni mucho menos “sometimiento”. Todo lo contrario, la sangre de los mártires fue alimento y renovación para la Iglesia Católica cuando esta se vio en situaciones extremas.
Fue allí, en esos momentos de máxima tensión, cuando la “Fe Verdadera” se ha mostrado al mundo y ha dado innumerables frutos de salvación. Los más poderosos emperadores de la historia no prevalecieron sobre ella. Las hordas de bárbaros y vándalos no prevalecieron sobre ella. Las más destructivas guerras de la historia no prevalecieron sobre ella. Pestes verdaderamente mortíferas, con tasas de letalidad que no se comparan a nada que hayamos visto en nuestros días, no prevalecieron sobre ella. La Iglesia Católica ha sido, desde siempre, el “pasaporte de la salvación”. Y jamás ha pedido nada a cambio, si exceptuamos a los corruptos y pecadores de simonía que siempre han existido y existirán.
Pero hoy en día, como muchos señalan, se vive una crisis de la fe. Los seres humanos, tiranizados por las dulces cadenas de una tecnocracia oligárquica que ofrece hedonismo y cultura de la muerte como distractores de la realidad, se alejaron de la Iglesia Católica y se han entregado a una vida paganizada y pauperizada en todos los ámbitos de la existencia.
No obstante, sería muy vano centrar la culpa exclusivamente a los placeres de este mundo. Acaso no ha dicho Nuestro Señor: “¿por qué miras la espiga en el ojo de tu hermano si tú no has visto la viga que está en el tuyo?”. Más concretamente, deberíamos preguntarnos si los Obispos, Sacerdotes y Diáconos que pastorean a la Iglesia Católica se han mostrado dignos de sus ancestros y trabajado para que el pueblo los vea como “Rocas de Fe” y no como simples ostentadores de potestades de las que, muchos de ellos, son indignos.
Recientemente se ha dado un interesante ejemplo de esta disyuntiva con las declaraciones realizadas por el Obispo de la Diócesis de Caacupé, Su Excelencia Mons. Ricardo Valenzuela Ríos, que generaron todo tipo de reacciones especialmente en las redes sociales. Había declarado el Epíscopo que a la festividad de Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción de Caacupé, principal celebración de la religiosidad popular en el país cuyo evento central es el 8 de diciembre, solo podrían asistir los que estaban “vacunados contra el COVID”, entre otras restricciones. Por supuesto que muchos en la feligresía católica al igual que simples observadores neutrales han considerado a estas declaraciones como poco menos que “peligrosas”.
Algunos dirán que las instrucciones del Obispo Ricardo Valenzuela obedecen a la necesidad de preservar a los participantes ante una situación de gravedad que ha azotado al mundo entero desde finales del año 2019 y de la que a duras penas estamos saliendo, para bien y para mal, con verdades y mentiras. Otros irán al extremo opuesto y señalarán que todo se trata de una “oscura conspiración” para implantar a los seres humanos con el “microchip” que es una representación simbólica del “número de la bestia”, según la alocada y poco seria libre-interpretación de las Escrituras. Desde luego, en esta línea de pensamiento entrarán a tallar los sectarios que consideran a la “Excelsa Mujer del Magnificat” como símbolo de idolatría y al Vaticano como la Sede del Anticristo.
Ninguna de las dos posiciones señaladas tiene validez dada la situación actual. Descartemos como ridículo y herético considerar como idolatría a la sana veneración hacia la Madre de Jesucristo, a la que “todas las naciones alabarán como la bienaventurada”. Pero analicemos brevemente la postura que nos habla de “preservar” a los participantes, observándolo desde el sentido común y desde la fe.
Personalmente, considero que las vacunas son una gran tecnología que ha traído innumerables beneficios a la humanidad entera. En conjunto con los avances de la ciencia y el arte médico, lograron reducir e incluso erradicar la mortandad y morbilidad de enfermedades que eran terribles. Respecto al Covid, he recibido dos dosis de la vacuna “Pfizer” pero no he subido ridículas fotografías en las redes sociales de mi tarjeta verde, absurdo ritual mundano posmoderno. Habiendo dicho eso, considero que todo tratamiento médico, por más bueno y beneficioso que sea, debe ser aceptado por las personas que desean recibirlo y jamás se tiene que imponer o coaccionar a su utilización.
Pongamos aquí un ejemplo sencillo. En la encíclica del Papa Pío XII “Mystici Corporis” (1943, párrafo 104) se lee claramente (extraemos el fragmento principal):
“Si alguna vez, pues, aconteciere que contra la constante doctrina de esta Sede Apostólica, alguien es llevado contra su voluntad a abrazar la fe católica, Nos, conscientes de nuestro oficio, no podemos menos de reprobarlo”.
Imagine Ud. de lo que está hablando el Sumo Pontífice. Está diciendo, nada más y nada menos, que no se puede, de ninguna manera, “forzar a alguien” a ser católico. Es decir, no se puede imponer, por la fuerza ni por otra manera imaginable, el “máximo bien” que un ser humano puede recibir, o sea, los Divinos Sacramentos de la Iglesia Católica. Las personas deben convertirse libre y voluntariamente, todo lo demás está condenado (aunque no han faltado tristes episodios de conversiones forzadas, pero esto se ha hecho en contra de lo que enseña la Doctrina Verdadera).
Entonces, por añadidura, si el “máximo bien” imaginable jamás puede imponerse a las personas (la Conversión y los Divinos Sacramentos de la Iglesia Católica), ¿qué sería algo “menor” como un simple tratamiento médico, que atañe solamente a lo temporal y mundano?
No me detendré a buscar documentos del Magisterio para sustentar los argumentos de la pregunta anterior, cuya respuesta es más que evidente. Simplemente apelaré a la “Nota sobre la Moralidad del Uso de Algunas Vacunas contra la Covid 19” (21 diciembre 2020), de la Congregación de la Doctrina de la Fe, publicada con aprobación del mismo Papa Francisco:
“Al mismo tiempo, es evidente para la razón práctica que la vacunación no es, por regla general, una obligación moral y que, por lo tanto, la vacunación debe ser voluntaria. En cualquier caso, desde un punto de vista ético, la moralidad de la vacunación depende no sólo del deber de proteger la propia salud, sino también del deber de perseguir el bien común. Bien que, a falta de otros medios para detener o incluso prevenir la epidemia, puede hacer recomendable la vacunación, especialmente para proteger a los más débiles y más expuestos. Sin embargo, quienes, por razones de conciencia, rechazan las vacunas producidas a partir de líneas celulares procedentes de fetos abortados, deben tomar las medidas, con otros medios profilácticos y con un comportamiento adecuado, para evitar que se conviertan en vehículos de transmisión del agente infeccioso…”.
“Madre de las Ciencias”, la Iglesia reconoce la importancia de la vacunación pero también, como “Primera y Principal Defensora de la Dignidad Humana”, acepta que hay dos motivos suficientemente válidos para que los católicos o cualquier persona pueda rechazar ser vacunada: su propia voluntad y los impedimentos de su propia conciencia. Por ejemplo, un católico escrupuloso que no quiere ser vacunado con inmunizadores hechos con células de fetos abortados… ¿Acaso no debería estar suficientemente justificado para un Obispo de la Iglesia?
Por esta razón, nos llama poderosamente la atención que el Monseñor Ricardo Valenzuela Ríos busque imponer a la población devota a la Vírgen María los “pasaportes de vacunación”. ¿Cuál es la necesidad de dicha impostura? La feligresía católica tiene derecho a saber en qué se sustenta el Epíscopo de la Diócesis de Caacupé. Porque, por lo que tenemos en el Magisterio, no hay fundamentos espirituales (y solo citamos dos ejemplos que vienen a colación; por cierto que he son documentos oficiales y no publicaciones de prensa que manipulan asquerosamente mucho de lo referente al Papa Francisco).
Quizás tenga Su Excelencia el Obispo de Caacupé otros motivos, del orden temporal. Pero ¿a qué o quiénes orienta su obediencia al haber establecido dichas disposiciones? Queremos creer que Monseñor Ricardo Valenzuela está actuando de buena fe. Al fin y al cabo, todos queremos librarnos de una vez por todas de las restricciones totalitarias que nos han impuesto respecto a la llamada “pandemia”. Y esto solo se logrará, contrariamente a lo que muchos creen, con una Iglesia que reverdezca su frondosa historia y levante, contra la poca fe de este mundo posmoderno, la luz de la esperanza y el valor contra las doctrinas del miedo y la cultura de la muerte, que encontró un nuevo ídolo al que adorar en el Covid 19.
El Divino Maestro ha dejado a su Iglesia para que ella sea el pasaporte gratuito y sin restricciones a la Salvación Eterna. ¿Es entonces válido que, por motivos meramente temporales, pongamos pasaportes sanitarios a la fe del pueblo en la Inmaculada Madre de Dios, la que nos acerca a su Hijo? ¿A quiénes estamos complaciendo con estas medidas? ¿A los poderosos de este mundo, quizás? Yo por mi parte, celebraré a la Virgen de Caacupé en la parroquia de mi barrio. No me gusta que la burocracia de los tecnócratas globalistas ponga barrera alguna para mi contacto directo con Ella. Dejaré la “peregrinación” para el año que viene, total, que el Santísimo Sacramento también está en las capillitas del vecindario.