El daño es terriblemente obvio: no hace más que repetirse una y otra vez de la misma manera, utilizando más o menos las mismas estrategias, pero presentándolas como algo absolutamente nuevo, creativo, vanguardista; haciéndonos sentir especialmente afortunados por vivir una era bendecida por los logros de la inteligencia, la democracia y el progreso del hombre. Y los seres humanos seguimos cayendo en la trampa, pues sufrimos de una amnesia crónica y autodestructiva de la historia. En la década de 1950, la compañía farmacéutica alemana Grünenthal patentó la nueva molécula de talidomida (C₁₃H₁₀N₂O₄), que prometía ser un nuevo fármaco eficaz contra los síntomas de la gripe. Como los ensayos no dieron los resultados deseados, la Grünenthal intentó comercializar su “criatura”, relanzándola en 1957 como un extraordinario sedante y anti-náuseas, especialmente útil para combatir los malestares del embarazo. Al año siguiente, el doctor Blasiu llevó a cabo un ensayo clínico con 370 voluntarios, de los cuales 160 eran mujeres en período de lactancia. De este ensayo la talidomida salió victoriosa: ni las madres ni los bebés presentaron efectos secundarios. El doctor Blasiu fue entonces «explotado» por la compañía farmacéutica, que envió una carta a varios miles de médicos alemanes explicando las maravillas de la nueva molécula, garantizando, entre otras cosas, su seguridad para las mujeres embarazadas.
La confianza generalizada en la ciencia y una campaña de marketing realizada ingeniosamente produjeron la mayor tragedia farmacológica de los tiempos modernos
Un primer estudio realizado por el doctor Somers (1960) en animales gestantes confirmó la seguridad absoluta del fármaco. Dos años después, el propio Somers publicó en The Lancet los resultados, esta vez teratogénicos, de la administración de talidomida a ratoncitas preñadas. Pero todavía faltaba mucho para 1962 y, a finales de la década de 1950, solo estaban permitidas las palabras “seguro y eficaz”.
La excelente “campaña” publicitaria impulsó a millones de mujeres embarazadas a tomar este fármaco tan seguro, para paliar las náuseas, el insomnio y los trastornos de humor que se producían durante el embarazo. El producto se comercializó en más de 40 países; en Italia estaba disponible como medicamento de venta libre ya en 1957. El señor Angelo Casale (ver aquí), nacido en 1961, cuenta que, en esos años, la gente todavía estaba profundamente preocupada y perturbada por las tensiones, la precariedad y el sufrimiento derivados de la guerra. En ese contexto, un fármaco sedante apareció como el maná en el desierto.
El estrés psicológico, la confianza generalizada en la ciencia y la medicina, la excesiva rapidez de la fase preclínica y clínica y una campaña de marketing realizada ingeniosamente produjeron la mayor tragedia farmacológica de los tiempos modernos, afectando a más de 20.000 niños, que nacieron principalmente con focomelia y amelia. Sin mencionar el número no especificado de abortos espontáneos. Y hoy en día todavía hay muchas víctimas de esta tragedia a las que no se les reconoció una indemnización (ver aquí).
Gøtzsche documenta la increíble organización orquestada por las compañías farmacéuticas y los gobiernos para mantener controlados a los médicos e investigadores
La teratogenicidad de este medicamento pronto se hizo patente, al menos en Estados Unidos, donde la preparación, la tenacidad y el valor de la doctora Frances Oldham Kelsey llevaron a la Food and Drug Administration (FDA) a denegar la autorización del medicamento. Sin embargo, la Grünenthal hizo lo posible para encubrirlo todo: “Contrató a investigadores privados para vigilar a los médicos que habían expresado críticas a la talidomida; uno de ellos, que había logrado descubrir 14 casos de anomalías graves congénitas, muy raras, atribuibles al uso del fármaco, fue amenazado con ser llevado a los tribunales”. No lo escribió un periodista de provincias, sino Peter Gøtzsche, profesor de “Diseño y análisis de investigación clínica” en la Universidad de Copenhague, cofundador de la red internacional Cochrane Collaboration, que recopila evidencias científicas actualizadas en el campo sanitario.
En su volumen Medicamentos que matan y crimen organizado, Gøtzsche documenta la increíble organización orquestada por las compañías farmacéuticas y los gobiernos para mantener controlados a los médicos e investigadores: «Si examinamos los casos judiciales relacionados con la talidomida queda patente el inmenso poder del que disponen las compañías farmacéuticas. El primero de ellos tuvo lugar en Södertälje […]. Astra había producido la talidomida: los abogados tuvieron enormes dificultades para encontrar a un experto dispuesto a testificar contra la empresa. Algo similar sucedió también en Estados Unidos: la empresa distribuidora de la talidomida había contratado a todos los expertos que se ocupaban de los defectos congénitos, para evitar que testificaran a favor de las víctimas».
En Alemania, donde nació la molécula, ocurrió algo aún peor: «Los abogados de la empresa llegaron a argumentar que las lesiones a un feto no son delito, ya que el feto no tiene derechos legales […] Durante los tres años que duró el juicio, los laboratorios Grünenthal siguieron amenazando a los periodistas que habían escrito artículos realistas sobre el asunto; el juicio terminó con un acuerdo económico realmente ridículo, que concedió una indemnización de 11.000 $ a cada uno de los niños nacidos con malformaciones. No se dictó condena alguna, no se atribuyeron responsabilidades individuales y nadie fue a la cárcel». En resumen, todos vivieron felices y comieron perdices. Todos, excepto las víctimas de la talidomida.
El artículo que finalmente desenmascaró a la compañía farmacéutica fue bloqueado por el periódico, generosamente financiado por la propia Grünenthal
En el Reino Unido las técnicas también fueron dictatoriales: «Los periodistas tenían prohibido escribir artículos sobre el procedimiento judicial y aquellos que estaban en la cúpula del aparato estatal, incluido el primer ministro, tenían mucho más interés en defender a la compañía farmacéutica y a sus accionistas que en proteger los derechos de las víctimas». Sin embargo, el escándalo era cada vez más evidente y la gente comenzó a boicotear los productos de la distribuidora Distillers & Ralph, que también vendía licores.
Mientras tanto, miles de niños nacieron sin extremidades o con las extremidades más cortas. Pero se hizo de todo para tapar, ocultar, negar: la estrategia de la “no correlación” evidentemente no es nueva. Fue Harold Evans, reportero del Sunday Times, quien decidió ir al fondo de la historia, analizando los estudios que confirmaban la teratogenicidad del fármaco y tratando de apoyar a las víctimas para que consiguieran una indemnización. Evans estaba prácticamente solo y con la oposición de gran parte del mundo político y científico. Sin embargo, en 1967 logró documentar la mala fe de la Grünenthal. El artículo que finalmente desenmascaró a la compañía farmacéutica fue bloqueado por el periódico, generosamente financiado por la propia Grünenthal. Sin embargo, el fruto del trabajo incansable de Evans llegó «a la mesa del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, donde se le pidió a Margaret Thatcher que explicara los misterios de la legislación inglesa […]. La Comisión Europea preparó un documento final sobre el asunto, que también contenía, como apéndice, el artículo inédito del Sunday Times. Es difícil imaginar que estas formas de censura de la prensa puedan haber ocurrido en un país europeo».
Posiblemente Gøtzsche esté experimentando con aún más amargura y sorpresa la constante censura por parte de los canales de información sobre las víctimas diarias de las vacunas anti-Covid. Harold Evans en cambio, fallecido el pasado mes de septiembre, se ha salvado del vergonzoso espectáculo ofrecido por la adulación cortesana de científicos y periodistas.