Aunque parezca mentira, la subjetividad humana es tan amplia como para que existan personas que recuerdan con cierto cariño los comienzos de la pandemia. Eso de conseguir provisiones y meterse en casa con los seres queridos a esperar la victoria contra el “enemigo invisible” mentado por algunos gobernantes era algo similar a la aventura. Una aventura que, por supuesto, sólo puede calificarse así desde la perspectiva de la clase media, cautiva desde hace tiempo de épicas casi exclusivamente discursivas y tal vez atraída por la posibilidad de quebrar la vida atomizada y repetitiva que el advenimiento de una peste supone. Una aventura que podía transitarse inmóvil y en piyama, con las pantallas como única ventana y fuente de información, cual sueño húmedo de Mark Zuckerberg. Como nunca antes, la noción de la humanidad como un colectivo posicionado frente a algo que ha venido a destruirla pareció posible. Aquello que en el pasado fue objeto de ficciones en la que extraterrestres o fuerzas ocultas van llegando para deshacerse de nosotros parecía consumarse en la vida real y era inevitable sentirse protagonista de un momento único e irrepetible en el que, por fin, todos asistíamos a la coronación de un enemigo común. Frente a ese enemigo, los otros parecían perder potencia. Los problemas que definían y diferenciaban a los diversos países, comunidades y clases sociales debían dejar paso al problema mayor, al problema más democrático de todos, pues a todos puede afectarnos. En ese caldo de cultivo la frase “de esta salimos mejores” comenzó a copar las redes sociales y los medios, junto a otras ideas del mismo tenor como “el planeta respira porque los humanos no lo están destruyendo” y un sinfín de etcéteras.
Para quienes no veían nada romántico, ni épico, ni mucho menos seguro en el encierro global y en la consecuente acumulación de nuevas atribuciones por parte de los que tienen la manija de las cosas, el “salimos mejores” representaba más bien lo contrario. ¿Cómo podía resultar bien un estado de cosas en el que lo que se entiende como “pueblo” queda completamente subordinado a los poderes de turno, sin capacidad de réplica? ¿Cómo no sentirse desvalido al carecer de la sapiencia necesaria para comprender y discutir el discurso cientificista que se presentó y se presenta como pretexto para medidas que el mismo discurso desestima, permuta u olvida? ¿Qué podía haber de prometedor en un un futuro aún más farmacodependiente e hipercontrolado por fuerzas de seguridad y sofisticados mecanismos de seguimiento ciudadano?
Entre zooms, vivos de Instagram y shows online destinados a sobrellevar las cuarentenas, los sectores medios de todo el mundo compraron acríticamente ciertas nociones que hoy se confirman como funcionales a intereses que nada tienen que ver con la salud de las personas. Sin demasiada oposición, el discurso oficial de la pandemia instaló de entrada que las fronteras suponen un riesgo mayúsculo, pero nunca focalizó en las grandes aglomeraciones de personas que viven sin agua potable en tantos países como el nuestro. Era –y es- menos oneroso acordar entre gobiernos y entidades trasnacionales ir limitando cada vez más los movimientos ciudadanos que enfrentar el problema de la pobreza global en serio y hacerse cargo de empezar a resolverla mancomunadamente. El discurso oficial de la pandemia instaló, desde el vamos, una dinámica peligrosa en la que no tener covid parecía más importante que no tener cualquier otra enfermedad. Pacientes oncológicos o cardíacos sufrían demoras en sus tratamientos porque el sistema de salud debía enfocarse en la urgencia del momento. Todo ocurría en el marco de una falsa excepcionalidad (equivalente a aquella que, en 2001, bajo el pretexto de controlar el terrorismo luego del atentado a las Torres Gemelas, habilitó a Google leer nuestros correos “durante un tiempo” que ya lleva 20 años) y rápidamente se blanqueó que estábamos ante una “nueva normalidad”, un “reseteo” y ese tipo de cosas sobre las que aman perorar millonarios tipo Bill Gates, masivamente aceptados como pitonisas contemporáneas.
Lejos de verificarse, aunque sea parcialmente, el “salimos mejores” mostró y muestra su reverso en un mundo que, a dos años de la bajada de bandera pandemial, está más empobrecido y contabiliza aún más muertos que antes por enfermedades y accidentes relacionados a la crisis general. Un mundo en el que la mayor apuesta de gobiernos y organismos transnacionales pasa por empoderar todo tipo de fuerzas represivas en desmedro de la gestión de lazos entre sectores que deberían poder dialogar. Un mundo en el que se va consolidando aún con más vigor la idea de que el enemigo puede ser el vecino, el compañero de trabajo o el chofer del taxi, pero casi nunca el tipo que realmente tiene poder de decisión sobre las mayorías. Aún más blindadas que dos años atrás, las élites que deciden sobre nosotros siguen sin ser masivamente interpeladas. Salvo excepciones, se las cuestiona superficialmente o desde lugares que rozan el ridículo. Aún más omnipresentes que dos años atrás, las pantallas dicen –y se contradicen- sobre los pasos a seguir para derrotar a un virus que, en el colmo del absurdo, cuenta con detractores, defensores y promotores. Un virus elevado a diversas categorías que nada tienen que ver con lo verdaderamente sanitario, un virus que es actor social, negocio millonario o excusa para el conspirativismo más alocado. Un virus que, en definitiva, parece poder mutar también en el orden simbólico, pues cada quien le adjudica algo que va más allá de su condición. Dos años después del inicio de la pandemia y, aunque que no hayamos salido de ningún lugar, estamos en condiciones de asegurar que, de mejores, no tenemos nada.