Por Nicolás D´Ursi para Prodinamis
En los últimos años, el debate público ha sido degradado por una retórica simplista y agresiva que recurre a etiquetas vacías para desacreditar a quienes piensan distinto. Entre esas etiquetas, una de las más utilizadas —y más abusadas— es “ultraderecha”. Hoy, cualquier voz que cuestione el dogma progresista, que defienda la soberanía nacional, que se atreva a proteger la vida, la familia o la propiedad, es calificada automáticamente como “ultraderechista”. Pero ¿qué significa realmente este término? Y más aún, ¿a quién sirve esta demonización?
Lejos de ser un concepto político serio, ultraderecha se ha transformado en un insulto, una herramienta de propaganda para criminalizar al disidente conservador. En lugar de discutir ideas, muchos optan por descalificar. Así, un docente que enseña mérito y disciplina, un diputado que se opone a la ideología de género, un periodista que denuncia el adoctrinamiento en las escuelas o un ciudadano que exige orden en las calles es acusado de ser parte de una supuesta “ultraderecha”, como si eso bastara para excluirlo del debate.
Pero el conservadurismo no es extremismo. Muy por el contrario: es la defensa de los principios que han permitido el florecimiento de Occidente. La familia como núcleo de cohesión social, la libertad religiosa, la propiedad privada, el orden jurídico, la educación con valores: todos estos pilares han sido atacados sistemáticamente por los mismos que luego se quejan del retroceso civilizatorio. ¿Quién destruyó el mérito? ¿Quién relativizó la autoridad? ¿Quién celebró la anarquía en nombre de la “inclusión”? No fueron precisamente los conservadores.
Decir que quienes defienden estos valores son ultras no solo es una falsedad histórica: es una perversión del lenguaje. Se intenta asociar conservadurismo con fascismo, cuando en realidad el fascismo fue un movimiento revolucionario, estatista y antiliberal, enfrentado muchas veces al propio pensamiento conservador. De hecho, los conservadores fueron —y siguen siendo— una de las principales barreras contra los totalitarismos, ya sean de izquierda o de derecha.
En lugar de aceptar esa caricatura grotesca que nos impone la corrección política, es hora de reivindicar con claridad que son las políticas conservadoras las que verdaderamente traen progreso social. Son las que entienden que el desarrollo no se impone desde arriba con subsidios y relatos, sino que se construye desde abajo con trabajo, responsabilidad y cultura del esfuerzo. Son las que creen que la libertad no puede sobrevivir sin orden, ni el bienestar sin valores.
Quienes hoy estigmatizan como “ultraderecha” a todo lo que no encaje en su ideología globalista están dejando al descubierto no solo su intolerancia, sino su desesperación. Porque saben que los pueblos, cansados de la demagogia posmoderna, están despertando. Y en ese despertar, encuentran en el pensamiento conservador una alternativa racional, firme y profundamente humana.