Por Gerardo Blanco Alvarenga
Es un secreto a voces (Vox populi) que esta practica muy arraigada en el ámbito político y principalmente en los círculos más herméticos del poder. Se ha convertido en una religión de los lacayos de turno vinculados a los magistrados mas representativos que ostentan los cargos políticos mas distinguidos. (presidente de la república, congresistas etc.)
Si bien son incontables las actitudes lacayunas, estas provienen desde tiempos inmemoriales ni hablar de la dictadura stronista si nos referimos a un contexto más cercano en el tiempo.
El propio Alfredo Stroessner se burlaba de los integrantes de su círculo áulico los denostaba en público y en privado; Varias anécdotas cuentan que se refería de manera muy peyorativa a sus principales asesores. Él sabía perfectamente que necesitaba rodearse de la zalamería más sofisticada posible porque eso elevaba su ego personal y al mismo tiempo neutralizaba cualquier opinión disidente que pudiera conspirar contra su gobierno.
Lamentablemente esta especie de ritual religioso endogámico no solo ha sobrevivido al paso del tiempo, sino que se ha robustecido incluso durante el advenimiento democrático y los sucesivos gobiernos de la transición. Tampoco es una exclusividad absoluta del partido gobernante en la actualidad, es una suerte de cáncer que ha corroído todo el sistema republicano hasta implosionar en la metástasis del ostracismo sistémico.
“La política no tiene ninguna relación con la moral”
Nicolas Maquiavelo
No se trata de justificar esta frase que subyace como un axioma irrebatible en el contexto histórico-político actual. Pero no podemos medir con una vara moral la praxis y el quehacer político cotidiano. La política no está sujeta dentro de los parámetros de la moralidad porque tiene su propia dinámica molecular pragmática que se adapta a los distintos acontecimientos históricos del devenir político así ha sobrevivido y se ha mantenido por siglos.
La institucionalización de la mediocridad en detrimento del mérito.
Lo que si cabe resaltar es que la obsecuencia es un arte despreciable. Esto, aunque absolutamente cierto y comprobable, no exculpa en su totalidad a la política paraguaya en general, ella se ha encargado de entronizar a la obsecuencia como virtud cardinal.
La obsecuencia, arte despreciable pero prolífica e impúdicamente ejercido, se practica a diario en el congreso de la nación, tanto por aquellos que históricamente lo elevaron de categoría como por nuevos actores que no se privan de gritar lisonjas y adulaciones, aunque necesiten de un megáfono para que sus palabras lamedoras lleguen hasta lo más alto. Porque, convengamos, el lacayo no nace, se hace; lo que, con algo de empeño y práctica, cualquiera que tase en tres mangos su dignidad, puede dominar este oficio tan miserable como útil.
Solo necesita sobresalir en unas pocas cosas: primero, la reverencia como dogma. La reverencia servil es la glorificación civil de la obediencia. Es una celebración de la entrega absoluta de la propia voluntad, elevada a un espectáculo que trasciende la crítica y convierte la sumisión en un acto de virtud.
Este es el regalo envenenado que la partidocracia -que algunos llaman la casta, aunque van sucumbiendo al veneno- le ha hecho a la República. Se ha colado, primero, en los resquicios deshonestos que siempre existen en toda organización humana, para luego expandirse por todo el cuerpo social.
La obsecuencia ha desvalorizado la discusión interna en los partidos, se obedece y basta, quien no, saca los pies del plato y debe soportar las consecuencias. Hacer preguntas inteligentes, aportar ideas brillantes o tener opiniones firmes se ha devaluado porque el buen obsecuente no opina, no critica, no sugiere. Su arte es repetir como loro, asentir como muñeco de feria y adaptarse como un junco al viento.
En definitiva, la política paraguaya ha hecho de la obsecuencia su columna vertebral. Las consecuencias son tan evidentes como desalentadoras: un sistema donde la mediocridad florece, el mérito carece de valor y las voces críticas se apagan. La democracia, en este contexto, se transforma en una tragicomedia, donde los actores principales no son líderes, sino sombras que se mueven al compás de quien maneja los hilos. Y mientras tanto, el ciudadano común, atrapado en este teatro del absurdo, paga el precio de un sistema que glorifica la sumisión y castiga la integridad.