La posverdad es, según la definición del Real Academia Española, la “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”.
Si bien existen muchísimos ejemplos de posverdad en las «verdades» de Enrique Vargas Peña, la de los últimos días, relacionada con la Fiscal General del Estado, no solo son alevosas, sino que, en algún punto, son desesperadas, y se nota.
Los medios de prensa, y las redes sociales de usuarios que muchas veces sirven de cámaras de eco, solo dimensionan ciertas afirmaciones posfácticas si ningún tipo de refutación. Dicho de otro modo, Vargas Peña emplea los métodos de la posverdad, ignorando todo tipo de controles de veracidad sobre los hechos y, quien se atreva a marcarle estas situaciones, inmediatamente es desestimado por prejuicios ideológicos.
Por una norma implícita que ha regido al periodismo a lo largo de su historia, los medios están obligados a la imparcialidad, es decir, debe existir una ausencia absoluta de inclinación en favor o en contra de la persona sobre la que se informa. Ninguno de estos requisitos se están cumpliendo en la «batalla» de Vargas Peña contra la Fiscal General del Estado; hasta el momento ninguna de las afirmaciones realizadas ha sido avalada por documentos, incluso, la mayoría de las afirmaciones del periodista han sido desmentida por los autores.
Vivimos tiempos complejos, en una sociedad frágil que se mueve en un terreno resbaladizo, hoy más que nunca, quienes tienen el poder de un «micrófono» deben ser responsables si no quieren ser parte del desmadre que se encuentra a la vuelta de la esquina.