Vivimos en una época extraña. Una serie de ideas políticas y económicas han puesto de moda celebrar el gasto público. Cuánto más grande sea la proporción del gasto con relación al producto interno bruto (PIB), parece que mayor es el jolgorio en carpas políticas y en usinas periodísticas. Quizás en algún extraño universo paralelo o en un futuro remoto celebremos, alguna vez, el ahorro público y no el mesiánico gasto público.
¿Qué virtud tiene el gasto que acaso debiera celebrarse? ¿Por qué se tiene hoy por virtuosos a los estados que aumentan sus presupuestos generales de gastos de la nación (PGGN) y no a los gobiernos que ahorran el dinero del contribuyente?
En este análisis es importante incorporar el asunto de la semántica, especialmente porque a menudo se usa artificiosas frases para esconder lo evidente. No es “gasto público” es gasto estatal, es el precio que nos cuesta mantener la estructura burocrática denominada “Estado”, y aunque parezca irrelevante, el Estado no es otra cosa que un grupo de personas, burócratas y políticos, que detentan el poder en un determinado momento.
Una verdad fundamental, positiva e incontrovertible es que no existe gasto público a menos que sea a expensas del contribuyente y por cada guaraní que posee el Estado hay un guaraní menos en el bolsillo cada paraguayo. La enunciación de esta única verdad debería disminuir la algarabía y el júbilo de los que creen que todos estamos mejor si el Estado aumenta sus gastos. No, la mayoría está peor. Esa es una realidad, incluso aunque en un futuro exista alguna posibilidad remotísima de que los políticos utilicen bien el dinero del pueblo.
Comprender que el “juego económico” del Presupuesto General de Gastos de la Nación es un juego de suma cero, donde una pequeña élite de políticos y burócratas gana a expensas de un perdidoso pueblo, es esencial para que no pidamos a los políticos que gasten más; sería evidente que gastar más es un pedido de aumentar el expolio realizado a cada paraguayo.
Sin embargo, a pesar de que las verdades más arriba citadas son ciertamente inobjetables, comentaré a continuación tres razones por las cuales aumentar el gasto público perjudica notablemente a todos los paraguayos y beneficia solo a esa pequeña clase que he mencionado, la clase política.
Primero, es necesario entender que cada vez que el Estado compra algo, presupuesto general de gastos de la nación mediante, lo hace en su papel económico de demandante y en competencia con todos los demás demandantes de una economía. Debido a las monumentales cantidades de las compras estatales y al efecto de la corrupción de la sobrefacturación no es de extrañar que los precios suban para todos los paraguayos por el simple efecto de que un demandante tan formidable como el Estado paraguayo, empuja los precios hacia arriba. Esto es ley económica básica: la demanda de un bien aumenta su precio en circunstancias de oferta invariable. Naturalmente, la demanda del Estado por combustible para sus “eficientísimas” (?) obras públicas compite con la demanda del mismo combustible que pretende Juan para alimentar su chileré y trabajar de UBER o de Pedro y su camión de fletes; esta demanda agregada empuja los precios del combustible hacia arriba y Pedrito y Juan lo compran mucho más caro a consecuencia de que el Estado estuvo en la puja. Pedro y Juan ya eran más pobres desde el momento en que el Estado les retiró dinero en forma de impuestos, pero ahora son aún mucho más pobres por culpa de la demanda agregada del Estado por los mismos productos, por ejemplo, combustible, que ellos deben comprar a un precio inflado.
Segundo, cada vez que el Estado gasta, se produce algo que en economía política se denomina “el fallo del Estado”, es decir, gasta mal y gasta peor. Debido a las colosales cantidades de información dispersa, como diría el premio Nobel de Economía 1976, Friedrich Hayek, los burócratas nunca llegarán a saber dónde el gasto sería más eficiente y efectivo. Es así que suelen gastar ingentes cantidades del erario público en proyectos fracasados, en rutas mal hechas, en proyectos habitacionales que sufren el abandono. Por supuesto, también surgen los incentivos perversos para que los políticos echen mano de la lata del dinero público para sus propios intereses, y eso pasa siempre, en mayor o menor medida. Es así que, en el mejor de los casos quizás, con el dinero de los pobladores de Concepción, se termina haciendo viviendas para personas de los bañados, pero ¿qué tendrán que decir al respecto los pobres habitantes de la olvidada Concepción a no ser que sea lamentar que esto fue una vez más un fallo del Estado?
Tercero, cuanto más gasta el Estado menos puede gastar el individuo, lo que en la teoría del capital se traduce en un progresivo y radical proceso de descapitalización de las personas, quienes disponen de menos para sus propios proyectos, proyectos involucrarían invertir sus excedentes en otros sectores de la economía, dinamizándolos, generando empleo, más bienes y servicios, los cuales estarían disponibles a precios más accesibles para todos. Como eso no ocurre debido al aumento del gasto estatal, hay empresas que contratan menos personal, micronegocios que nunca llegan a consolidares y pymes que no verán la luz. La creciente y progresiva descapitalización de la sociedad es un cáncer que se concentra en una clase dirigente insaciable y corrupta. Sin ahorro, no hay capital, y sin capital, no hay empleos; es el empobrecimiento de los individuos parasitados por el Estado. Las sociedades que no ahorran no tienen futuro y con un Estado cada vez más gastador y pródigo es imposible ahorrar.
La idea de que el gasto estatal es la panacea de todos los males está basada en la maligna creencia de que un pequeño grupo de individuos (políticos y burócratas) sabe mejor que vos que hacer con tu dinero. El gasto estatal desbocado ha desvirtuado el sistema de precios, financiado sistemáticamente fallos del Estado por doquier y ha socavado crecientemente los ahorros productivos de la sociedad, todo en función al cuento de que la virtud está en “el gastar”. Actualmente se batalla en las salas del congreso el monto del Presupuesto General de Gastos de la Nación (PGGN) del año entrante, 2023, con una irresponsabilidad que orilla el delirio. La gigantesca lucha por el poder aumentará a medida que “el pozo” del PGGN 2023 aumente. Recuerde: cuanto más grande el botín, más angurrientos se pondrán los piratas.