Analisis
El fiscal de Dios y la Patria
Publicado
hace 2 añosen
La muerte del Fiscal Marcelo Pecci, QEPD, despertó todo tipo de reacciones en la sociedad paraguaya y en Hispanoamérica en general. Es que toda la situación se prestó para una novela de tipo trágico aunque con esperanzadora moraleja por las escenas finales del periplo que tocó vivir al ilustre difunto desde su cobarde asesinato hasta el retorno de sus restos mortales en el Paraguay que lo vio nacer y al que honró con su trabajo.
¿Existen los hombres buenos? Muchas veces, en este mundo posmoderno y tecnocrático en el que vivimos, donde los valores personales cada vez importan menos y todo se mide según las reglas del “Poderoso Caballero Don Dinero”, tendemos a pensar que ya no los hay. Que vivimos revolcaos en un merengue y en el mismo lodo, todos manoseaos por el cambalache en lo anodino de la contumaz existencia inauténtica que nos toca vivir, envuelta en la homogeneidad disolvente y desgarradora del “anti logos” que desea imponerse.
“Hombres de poca fe” exclamaría el Divino Maestro, porque nos parece imposible que existan sinceros patriotas y cristianos comprometidos con buscar hacer el bien común, al menos un poquito y desde dónde les haya tocado. También nos apostrofaría con más fuerza con esa frase contundente, “hombres de poca fe”, por otras tantas razones, innumerables, pero no nos extralimitemos.
Lo cierto es que Marcelo Pecci, con sus luces y sus sombras porque era un ser humano después de todo, se destacó por una lucha intensa contra las mafias y el crimen organizado. Donde muchos simplemente hablan y hacen discursos llenos de hipocresía y banalidad, dicharacheros acusadores que se desgarran farisaicamente las vestiduras para mostrar a los demás que “yo no soy cómo esos saduceos”, el difunto Fiscal hizo todo lo contrario. Fue patriota y fue católico. Es decir: actuó. Hizo, se puso “manos a la obra”, porque el Apóstol Santiago decía en su famosa carta que “también los demonios creen y tiemblan, por eso, tú me hablas de tu fe, yo te hablo de mis obras; muéstrame tu fe sin obras y yo te mostraré por mis obras a mi fe”.
Es eso lo que define la acción de un hombre bueno. Sus obras. Muchos “discursean contra la corrupción” y luego están los que “combaten a la corrupción”. Muchos “hablan contra las mafias” y después tenemos a los que “enfrentan a las mafias”. Muchos dicen “ser mejores que los demás” y en el otro lado aparecen los que se esfuerzan por “ser mejores, no que los demás, sino respecto a sí mismos”.
¿En qué categoría entraría el Fiscal Marcelo Pecci? Todo indica que en la de los hombres buenos. De esos que exclaman “yo te mostraré por mis obras a mi fe”.
Por supuesto que ninguna persona razonable se aventurará a afirmar que el difunto Fiscal era un “Santo”. Eso no está en nuestro terreno, pertenece a Dios y a su Santa Iglesia Católica hacer dicho juicio. Lo que sí es cierto, es que Marcelo Pecci fue un hombre que, con sus luces y sombras, virtudes y defectos, hizo obras dignas de un patriota y un cristiano que antepuso el cumplimiento del deber incluso a su propia vida.
Y el Divino Hacedor le regaló una pequeña epopeya para que todos podamos sentir y contemplar eso que nos resistimos a creer, porque somos de tan poca fe. Que los hombres buenos existen y que son los únicos que “saben morir”. Así fue que un día cualquiera, una pareja de enamorados y recién casados, disfrutando de su luna de miel y que hicieron un “milagro de amor” con el que nacerá una nueva vida, son visitados por la Muerte. Allí vemos partir de este mundo sombrío, por tres disparos traperos y pusilánimes, a un noble caballero que honró todos sus compromisos con Dios y con la Patria, cayendo como saben caer todos los paraguayos verdaderos, como un mártir que no se arrodilló ante los corruptos y que dio su propia vida como testimonio de su total entrega, sin rendirse jamás, con la espada en la mano, iluminando a toda nuestra existencia durante ese fatídico y magno minuto de gloria. ¿A ver quién puede contar semejante historia con obras y no con simples discursitos?
No es para cualquiera morir por la Patria. Hay que tenerlas bien puestas y ser un “hombre bueno” para que, cuando llegue el momento decisivo, esperado o no, seamos capaces de mostrar al mundo entero cómo un noble caballero (o dama) “sabe morir”.
Luego del trágico asesinato, quedó en pie una valiente viuda que soportó con estoicismo algo que no cualquiera tiene la capacidad de sobrevivir. Ella también “supo morir” para “hacerse vida” y en partida doble, por ese bebé del héroe caído que carga en su vientre. Solamente el corazón de una mujer, de una madre, es capaz de tanto. Y quizás Dios quiso que la esposa salga intacta del terrible evento para que todos veamos un segundo milagro, tal vez el más poderoso de todos: ¡la Muerte no tiene la última palabra! Aprovecho para rogar por la salud de la viuda, de su niño, y que se haga la Voluntad del Altísimo.
Por sí quepan dudas en algún rincón respecto a la muerte de un “hombre bueno”, veamos la reacción de toda la ciudadanía ante este luctuoso acontecimiento. El clamor universal cruzó todo el país y la región. Los que fueron enemigos del difunto Fiscal Marcelo Pecci, se convirtieron en sus más férreos apologistas de la noche a la mañana. ¡Milagros, aunque más mundanos y politiqueros, de una muerte gloriosa! Sus amigos, por otra parte, aclamaron su entereza, responsabilidad, trabajo duro, valentía y coraje. Patriotismo que se dice.
Pero lo que más impresión ha causado fueron las palabras del padre del difunto Fiscal, Don Francisco Pecci, quien habló durante una convocatoria en la que cientos y cientos se reunieron alrededor del Panteón de los Héroes para recordar con honras al fallecido. Sí cabe hablar de “estirpe”, pues he allí la más clara imagen. Se lo vio diciendo palabras llenas de convicción, como un “hombre de fe” que sabe que las obras de su hijo hablan por sí solas. “Me dijo: Papá, sí me pasa algo, es Voluntad de Dios… Y lo mataron porque molestaba a los malos, es un mártir y un patriota”, exclamó el padre del héroe caído. En resumidas cuentas, ¡era un hombre bueno! Así, a pesar de la dolorosa tragedia, el cielo del Paraguay se llenó de esas dos palabras que producen tanta repugnancia a los malvados pero que llenan de luz y numen a los espíritus nobles. “Dios y Patria”. Los “hombres buenos” son todos aquellos que nos alientan e inspiran para luchar, con heroísmo y martirio de ser necesario, por esos nobles ideales que representan a la Patria y que nos acercan a Dios.
Algunos testimonios cuentan que cuando empezó su carrera como Fiscal y le tocó trabajar en el Departamento de San Pedro, Marcelo Pecci alentaba a sus compañeros a asistir a la Santa Misa cada vez que fuera posible. Relatan que como buen alumno del San José, era devoto del Padre Nutricio de Nuestro Señor Jesucristo y que tenía un afecto especialísimo, como todo cristiano verdadero, a la Madre del Divino Redentor. De hecho que a nivel internacional quedó inmortalizado por una fotografía en la que se puede ver, a sus espaldas, una imagen de la Virgen María de Fátima. ¡Por algo Marcelo Pecci “supo morir” con tanta gloria!
Para todos aquellos que creen que nada puede salvarnos del cambalache, allí tenemos una pequeña pero enorme epopeya, en la que vimos con nuestros propios ojos que los “hombres buenos” todavía existen. Es más, en palabras del padre del difunto Fiscal, “los hombres buenos son mayoría, silenciosa, pero mayoría”. Y el Divino Hacedor siempre sabe sacar, del mal, un bien mayor. Porque este trágico suceso nos hace renovar las esperanzas, nos permite ver que los patriotas que temen a Dios siguen existiendo, que están allí, trabajando hacendosos y prudentes, mostrando su fe con obras, desde donde les toque, en lo público o lo privado, en roles pequeños o grandiosos; que los malvados son minoría y que la única arma que poseen, la “Muerte”, no tiene la última palabra porque los hombres buenos y valientes están amparados por alguien que es “más Fuerte que la Muerte” y que logra que todas las cosas, incluso las más trágicas, cobren sentido que trasciende y renueva a la misma Vida.
Requiem aeternam dona ei, Domine… Et Lux Perpetua luceat ei.