Esta semana fue, tal vez, una de las más agitadas para los medios desde la asunción de Santiago Peña a la presidencia de la República. Sin embargo, contrario a lo que muchos podrían pensar, la agitación no se debió a una acción de gobierno, la promulgación o el veto de una ley. No, el escándalo se generó porque los autoproclamados defensores de la libertad de expresión se sienten ofendidos por el uso que hizo el presidente de esa misma libertad.
Comentarios como «no está a la altura», «parcialismo», «nerviosismo», «presidente 12/8», «incoherencia», «perder el control» y «cobarde» fueron solo algunos de los calificativos lanzados por figuras políticas y comunicadores desde diversas plataformas y medios de comunicación.
Asimismo, en esos mismos espacios, el presidente de la República es frecuentemente mencionado de manera despectiva, siendo calificado como la «mascota» o la «secretaria» de Cartes, lo que denota una falta de respeto no solo hacia la persona, sino algo aún más grave: hacia la investidura presidencial. Lo curioso es que quienes dan este tratamiento al presidente (independientemente de las posturas políticas) son los mismos que exigen respeto, piden una democracia saludable y claman por instituciones fuertes, mientras lloran «restricciones» y «dictadura» en los medios. A ellos les sugeriría que intenten hacer lo mismo en la «democracia legítima» de Venezuela que tanto defiende la senadora Esperanza Martínez.
Cuando los medios de comunicación, por cualquier razón, se ven expuestos a críticas por parte de políticos que señalan sus deficiencias o manipulaciones, inmediatamente acusan «ataques a la libertad de expresión». Utilizan este derecho como un escudo, que parece proteger únicamente a ellos, para evadir rendir cuentas o justificar su papel en la creación de narrativas sesgadas o con intereses particulares.
Cuando un político señala estas prácticas, los medios se apresuran a defenderse bajo el pretexto de la libertad de prensa. Sin embargo, al igual que se espera que un político responda por sus decisiones y discursos, los medios también deben rendir cuentas por sus omisiones, errores y manipulaciones.
La libertad de prensa no debería ser invocada de manera selectiva cuando son ellos los criticados, mientras silencian voces disidentes o promueven campañas con intereses ocultos. En definitiva, no existe, ni debería existir, libertad de expresión sin responsabilidad. ¿Es el derecho a expresarse libremente fundamental en toda democracia? Sin duda, pero debe aplicarse a todos, y siempre acompañado de la responsabilidad por lo que se dice y la transparencia respecto a las intenciones detrás de cada mensaje.
El derecho a la crítica es recíproco: si los medios fiscalizan, también deben ser fiscalizados.