Mi formación de base es psicología y he accedido a las ciencias sociales y las humanidades a través de la ciencia del comportamiento humano. Sin embargo, muchas personas, al saber que me dedico al análisis económico, me preguntan qué relación existe entre la psicología y la economía, fundamentalmente porque presumen que la economía es igual a estadísticas y econometría, algo así como una deriva de números y funciones econométricas en un tablero. Es por eso que en este breve artículo pienso explicar por qué creo que mis estudios de psicología humana y de economía no solo se complementan, sino que podrían ser partes, inclusive, de la misma disciplina.
La psicología se define como la ciencia de la conducta humana y los procesos mentales. La economía se define tradicionalmente como la ciencia que estudia la elección racional de medios escasos ante fines alternativos[1]. Por supuesto, la economía no explica los mecanismos sobre los cuales se elabora la elección racional, sino que los presupone. La psicología si lo hace, si estudia la elección racional, especialmente cuando estudia los procesos mentales. Sin embargo, otra definición de la economía es la que nos comparte Ludwig Von Mises, el máximo referente de la Escuela Austriaca de Economía, en su clásico Human Action (1949) explica que desde la Revolución subjetivista[2] “…la economía fue, poco a poco, ampliando sus primitivos horizontes hasta convertirse en una teoría general que abarca ya todo tipo de acción humana. Se ha transformado en praxeología”[3], del griego praxis, que significa acción.
Siendo esto así, en realidad, la conexión entre psicología y economía es obvia. Ambas son ciencias de la acción humana. Desde cierto punto de vista existen tres comportamientos que son focos de interés para ambas ciencias: el consumo, el ahorro y la inversión ¿Estamos de acuerdo en que consumir, ahorrar o invertir son tres comportamientos humanos no? Si convenimos esto, entonces ambas ciencias, la psicología y la economía, pueden darnos elementos para entender estos tres comportamientos.
Los escolásticos españoles de la Escuela de Salamanca descubrieron la ley de la preferencia temporal. El sacerdote dominico Martín de Azpilcueta (1491-1586) explicó una tendencia humana fundamental respecto del valor de los bienes, “que un bien presente, valdrá naturalmente más en el mercado que un bien futuro”[4], en otras palabras, que las personas tienden a valorar más una empanada hoy, que una empanada en el futuro; un dólar hoy, vale más que un dólar dentro de un año. Mises explica que
“…la acción apunta siempre hacia el futuro; por su esencia, forzosamente, ha de consistir en planear y actuar con miras a alcanzar que las condiciones futuras sean más satisfactorias de lo que serían sin la interferencia de la propia actuación”.[5]
¿Cómo compatibilizar nuestra natural propensión a preferir los bienes presentes a los futuros, expuesto por Azpilcueta, con la búsqueda que pretende la acción humana de estar mejor en el futuro, conforme a Mises?
Bueno, esto se puede entender perfectamente en el marco de los estudios de aversión al riesgo del psicólogo premio Nobel de Economía 2002, Daniel Kahneman, recientemente fallecido. Cuanto más alto sea el riesgo percibido por el individuo más fuerte será la tendencia a que sea cauto en sus elecciones económicas, prefiriendo conservar bienes presentes, incluso ante la promesa de mayores bienes futuros. En otras palabras, en tiempos de incertidumbre la propensión natural humana es al ahorro, no el consumo, menos a la inversión; y esto es así, sencillamente porque los seres humanos somos sensibles al riesgo. La percepción del riesgo es una variable largamente estudiada en la psicología.
La preferencia temporal, como marco para entender la disposición de los seres humanos a consumir, ahorrar e invertir, se enriquece con los estudios de los procesos mentales de investigadores de la psicología. En un estudio clásico el psicólogo de la personalidad, Walter Mischel (1930-2018) expuso a niños de 5 años a una golosina, la cual les dijo que era suya; y agregó que saldría de la sala, y si tan solo esperaban 5 minutos, sin comerse su golosina, volvería y les daría una más. Nótese que los sujetos experimentales, los niños de 5 años, no tienen suficientemente claro cuánto significan 5 minutos, solo entienden los conceptos de ahora o después. Mischel explica:
“En los años sesenta, en lo que mis alumnos y yo llamábamos ‘el cuarto de las sorpresas’ de la Universidad de Stanford, desarrollamos un método que acabaría convirtiéndose en el test de la golosina. Empezamos con experimentos que nos permitían observar cuándo y cómo los preescolares eran capaces de la autocontención suficiente para poder esperar y luego recibir dos golosinas antes que conformarse con una sola”.[6]
Del 100% de los niños del experimento aproximadamente el 30% fue capaz de esperar, es decir, de ahorrar, subconsumir,[7] para invertir y duplicar su capital inicial, es decir, 1 de cada 3 niños. Mischel y sus estudiantes realizaron un seguimiento durante casi 3 décadas a estos sujetos experimentales, para ver si la capacidad de esperar, es decir, de preferir bienes futuros a bienes presentes (comerse dos bombones en el futuro a uno en el presente), influía en el nivel y la calidad de vida de estas personas. Los hallazgos fueron sorprendentes. Mischel los elabora de la siguiente forma:
“De los 25 a los 30 años, los que en su edad preescolar habían podido esperar más reportaron que eran más capaces de perseguir y alcanzar metas propuestas a largo plazo, hacían menos uso de los medicamentos peligrosos, habían alcanzado niveles educativos elevados y tenían un índice de masa corporal notablemente más bajo. También tenían mayor capacidad de resistencia y adaptación en relación con los problemas interpersonales y más aptitud para mantener relaciones estrechas”.[9]
Parece ser que nuestra capacidad para postergar la gratificación presente tiene enormes consecuencias en la vida personal y social, incluso, en la conformación de la civilización occidental. “La capacidad para demorar la satisfacción y resistir tentaciones ha sido un reto fundamental desde los albores de la civilización”[10], declara Walter Mischel. El psicólogo y crítico cultural canadiense Jordan B. Peterson, lo explica con cierta belleza en su best seller “12 reglas para vivir”:
“La gente fue viendo durante miles y miles de años cómo había personas que triunfaban y otras que fracasaban. Lo meditamos y llegamos a una conclusión: aquellos entre nosotros que triunfan son los que negocian con el futuro. Surgió así una idea genial, que adopta progresivamente una forma más articulada, en historias que cada vez se van articulando más y más. ¿Qué diferencia a los que triunfan de los que fracasan? El sacrificio oportuno. A los que triunfan, las cosas les van mejor a medida que hacen sacrificios. Entonces las preguntas se van precisando cada vez más y, al mismo tiempo, resultan más generales: ¿cuál es el mayor sacrificio posible?, ¿cuál es el mayor sacrificio posible para el mayor bien posible? Y las respuestas son, cada vez, más profundas y complejas.[11]
Nuestra capacidad humana para demorar el consumo, postergar la gratificación y diferir la recompensa es el fundamento de nuestro progreso material y moral. Cuando detenemos nuestra mano para no gastar nuestro dinero, demoramos el consumo y ahorramos. Cuando mordemos nuestra lengua para no decir algo hiriente, sacrificamos nuestra ira en el altar de la búsqueda relaciones sociales más sanas; cuando evitamos satisfacer nuestro instinto sexual para establecer intimidad emocional antes que intimidad física, invertimos en una relación sentimental significativa a largo plazo porque, finalmente, entendemos que “el amor todo lo espera”[12]. En todos esos casos elegimos bienes futuros a bienes presentes mediante una elección moral que implica esfuerzo personal para trascender nuestra humana disposición a preferir lo actual a lo futuro. Así es el bicho humano, posee agencia, albedrío, y puede elegir quién desea ser a cada momento[13].
Hay muchas formas en que la preferencia temporal, la aversión al riesgo y la ley del sacrificio (inversión) explican partes del comportamiento humano, y en ellas se entrelazan los conocimientos de la economía y la psicología. Espero que esta columna le ayude a ver la complejidad y belleza que subyacen a las acciones humanas, en las que se entrelazan el pasado, el presente y, principalmente, el futuro.
[1] Definición propuesta por el economista estadounidense Lionel Robins en 1932.
[2] Revolución subjetivista o marginalista fue el descubrimiento de que el valor de los bienes económicos está mediado por cómo los agentes económicos los perciben en términos de su utilidad y escasez percibidas, y no por las características o propiedades objetivas de los bienes en sí. Esta revolución dio fin a la famosa paradoja del agua y los diamantes planteada por Adam Smith, al quedar desconcertado sobre el por qué el agua no tenía precio, siendo más necesaria para la vida, y los diamantes eran costosos, siendo bienes suntuarios.
[3] Von Mises, L., Human Action, (1949) p. 283, Unión Editorial, 2021.
[4] Rothbard, M. N., Historia del Pensamiento Económico, p. 138, Tercera edición, Unión Editorial, 2022.
[5] Von Mises, L, Human Action, p. 120, (1949), Unión Editorial, 2021.
[6] Mischel, W., El test de la golosina: cómo entender y manejar el autocontrol; p. 19, Debate Editorial, 2015. Si quiere observar el experimento siga el siguiente link: https://www.youtube.com/watch?v=hjbXuMpdrPg
[7] El ahorro se define como subconsumo: consumir por debajo de lo producido.
[9] Mischel, W., El test de la golosina: cómo entender y manejar el autocontrol; p. 31, Debate Editorial, 2015.
[10] Idem, p. 13.
[11] Peterson, J., 12 Reglas para vivir: un antídoto contra el caos; p. 221, Editorial Planeta, 2019.
[12] Corintios 13:4-8
[13] Ver el desarrollo de virtudes morales respecto al test de la golosina https://www.youtube.com/watch?v=kUpUqDlTjFE