Una o dos veces al año realizo talleres de tiro defensivo yendo a disparar a un polígono. Creo que es un hábito saludable que todo hombre que se precie de defender la civilización aprenda a manejar de manera responsable un arma de fuego. En ese sentido, algo que me maravilla es lo rápido que se aprende un supuesto a priori, diría que una superstición de incalculable utilidad, cuando uno trata con un arma, lección que se puede resumir en la siguiente expresión: SIEMPRE trata un arma de fuego como si estuviera cargada. Siempre es siempre. Incluso aunque te hayas cerciorado que no tiene cartuchos en la recámara, siempre, siempre, trata el arma de fuego como si estuviera cargada. Puedes equivocarte, puedes trascordarte, puedes alucinar, quizás no revistaste suficientemente, por eso, sea como fuere, para ti, el arma siempre está lista para disparar. Ese punto de partida, ese supuesto a priori, independiente de la experiencia, incluso, desconfiando de los propios sentidos al usar un arma, es la base de la responsabilidad al blandirla.
¿De dónde surgió esta forma de superstición, de tratamiento a priori, de las armas de fuego en su uso más elevado y responsable? Pues podríamos sospechar, creo, que proviene de una larga y penosa experiencia colectiva, acumulada en una incalculable serie de ensayos y errores, muchos de los cuales se pagaron al precio muy alto de vidas humanas; y es debido a que es una superstición provechosa, que la hemos incorporado en nuestro arsenal de comportamientos deseables. Edmund Burke, el padre del conservadurismo moderno lo explica de esta forma:
“Somos demasiado propensos a considerar las cosas en el estado en que las encontramos, sin darnos cuenta suficiente de las causas por las que han sido producidas y sobre las que posiblemente se sostienen”.
Las reflexiones sobre la revolución en Francia, p. 145
Y luego, se refiere al por qué de estas supersticiones o supuestos a priori, denominándolas prejuicios, es decir, juicios previos a la experiencia:
“En medio de esta época ilustrada […] en lugar de abandonar todos nuestros viejos prejuicios, seguimos guardándolos cuidadosamente en grado considerable […] precisamente porque son prejuicios: y cuánto más han durado y más general ha sido su influencia, más los cuidamos. Tenemos miedo de dejar que los hombres vivan y comercien usando cada uno su razón particular, porque sospechamos que esta razón es muy escasa en cada hombre y que los individuos lo harían mejor recurriendo a la banca general y al capital de las naciones y de los siglos. Muchos de nuestros hombres de especulación, en vez de destruir los prejuicios generales, emplean su sagacidad en descubrir la sabiduría latente que prevalece en ellos”.
Las reflexiones sobre la revolución en Francia, p. 158
Los supuestos a priori sobre los que se basan ciertos comportamientos sociales, como considerar un arma siempre cargada, son puntos de partida para relacionarnos con el mundo y su complejidad, entendiendo que somos incapaces de saberlo todo, entenderlo todo, controlarlo todo. Por lo tanto, partimos de nuestra ignorancia fundamental en los asuntos de los demás y en los grandes temas humanos, por ello, en el fondo de estos comportamientos, fundados en principios a priori, existe una humildad latente.
A continuación, mencionaré cuatro principios a priori, prejuicios en el decir de Burke, que han sido largamente probadamente por la experiencia de los siglos y que constituyen instituciones sociales que hoy se encuentran en peligro de disolución debido a la fatal arrogancia de militantes y políticos:
- In dubio favor libertatis – En caso de duda, a favor de la libertad.
- In dubio pro reo – En caso de duda, a favor del acusado.
- Expresis verbis – Expresado verbalmente.
- No sé si Dios exista, pero todos deberíamos actuar como si así fuera.
In dubio favor libertatis
El principio a priori in dubio favor libertatis, es decir, ante la duda a favor de la libertad, significa que, inicialmente, para todos y cada uno de nosotros actuar es legítimo, que cada ser humano puede hacer todo lo que las leyes no prohíban. Este punto de partida a priori, en el cual se valida la acción humana, es fundamental para que los individuos puedan desplegar sus capacidades creativas y desarrollar su personalidad, al margen del censor, el inquisidor y el policía moral de turno.
Muy a menudo asistimos a una debacle de este principio debido a las “constelaciones de estrellas morales” que pueblan las redes sociales y que determinan qué es correcto o no desde sus muy estrechas concepciones morales. Debido a la atmósfera represiva reinante muchas personas, ante la duda, no actúan, invirtiendo el orden del principio mencionado.
John Stuart Mill, un liberal progresista del siglo XIX, criticaba la censura y arrogancia de la sociedad victoriana, incluso el colonialismo, en los siguientes términos:
“La sociedad se ha preocupado tanto, con respecto a sus luces, de tratar de obligar a todos los hombres a seguir sus pautas de perfección personal, como en coaccionarles a seguir sus pautas de perfección social”.
Sobre la libertad, p. 26
Posteriormente de explicar las variadas formas de “tiranías de la opinión”, J. S. Mill, llegaba a la conclusión de que, por lo tanto…
“…es necesario, mientras dure la imperfección del género humano, que existan opiniones diferentes, del mismo modo que será conveniente que haya diferentes maneras de vivir”.
Sobre la libertad, p. 66
In dubio pro reo
El enciclopedista liberal Montesquieu, en su obra “Del Espíritu de las leyes” declara que “porque los hombres son malos, la ley está obligada a suponerlos mejores de lo que son”; y sentencia que, por lo tanto, deben estar “las leyes encaminadas a defender la inocencia del ciudadano”.
Todos los resortes legales de Occidente, elaborados por evolución social _ es decir, una larga y penosa sucesión de ensayos y errores_ son la base de un sistema de justicia basado en la premisa latina in dubio pro reo: todo individuo es inocente hasta que se demuestre lo contrario y la onerosa carga de la prueba se encuentra en quien acusa. Con esto se cumple la lógica aristotélica de que exclusivamente las afirmaciones requieren elementos de prueba.
Una larga historia de errores repetidos nos ha enseñado que no es bueno ni deseable socialmente que andemos condenando a las personas solo por las apariencias y que nos cuidemos de considerar al vecino como cosa sin valor. En nuestra vida personal eso quizás suceda muchas veces, sin embargo, es grave institucionalizar este hábito, producto de la fragilidad humana, en los ámbitos judiciales, porque finalmente de lo que se trata es de la vida, la libertad y la propiedad de personas de carne y hueso.
En la actualidad, una conflictiva corriente de ideas, atentatorias del principio de inocencia, señala que todo el que tiene dinero es ladrón, todo hombre es un violador, toda persona pobre, un asaltante y todo hijo de político, un acomodado en la función pública.
Lastimosamente, ese pensamiento se puede evidenciar en el hecho concreto de que los últimos dos gobiernos de nuestro país han caído en la trampa de los inquisidores, al poner a disposición de todo hombre de nuestra república, un servicio digital mediante el cual puede expedirse, en virtud de la ley 6572/2020, “Del Registro de Agresores Sexuales (RAS)”, un “Certificado de No Agresor Sexual”. La viceministra del Ministerio de la Niñez y la Adolescencia (MINNA), Verónica Arguello, alentó a que todo hombre presente su certificado de no ser agresor sexual de niños y adolescentes en sus ámbitos laborales, sea en el ámbito público o privado, conforme lo manda la ley en su artículo 14:
“Toda persona que trabaje en forma directa o indirecta con niños, niñas y adolescentes debe contar con un certificado expedido en forma gratuita y en línea por el Registro, con vigencia de 6 (seis) meses, en el cual se consignará si la persona se encuentra o no registrada como agresor sexual”.
Con esta medida, se vulnera el principio de inocencia y se invierte la carga de la prueba: en adelante, todo hombre deberá estar demostrando, cada 6 meses, que no es agresor sexual de niños mediante un certificado estatal con el fin de poder trabajar. Este tipo de leyes incrementan los incentivos para avanzar hacia una sociedad inquisidora, donde impere la cultura de la delación y a la sombra espeluznante de un exhibicionismo moral creciente bajo el cual, como si fuera un mango, nada crece, y todo enarbolando la falsa bandera de que, como sociedad, hacemos algo al respecto de la tragedia del abuso sexual infantil cometiendo otros abusos.
Sospecho que esta medida, de exigir a todo hombre un certificado de no ser agresor sexual, no cambiará nada y en vez de disminuir los abusos sexuales en los niños, aumentará los abusos generales a toda la sociedad civil, especialmente, los varones.
Recordemos que no se puede luchar contra la injusticia cometiendo otras injusticias, a menos que queramos aumentar la injusticia a nivel social.
Expresis verbis
La famosa Ley Anita” 6170/18, establece que “toda persona capaz, mayor de dieciocho años, podrá manifestar su oposición ante el Instituto Nacional de Ablación y Trasplante (INAT) o en las instituciones o locales que éste habilite al efecto, para que después de ser confirmada su muerte, se proceda a la ablación de órganos y tejidos de su cuerpo, para ser trasplantados en otros seres humanos vivos o con fines de estudio e investigación científica. Esta voluntad expresada será respetada en todos los casos”.
Esta ley considera de manera compulsiva a toda persona mayor de 18 años como “donante de órganos”. La ironía abunda y uno bien podría preguntar ¿cómo puede una ley estatal, que actúa fundada en el principio de compulsión, hablar de acto de “donación”? La donación es un acto espontáneo y voluntario, generoso y altruista del espíritu humano y “decretar la solidaridad es aniquilarla”, a decir del famoso polemista francés Frederic Bastiat. En todo el amplio sentido de la palabra esta ley atenta contra todo principio de autonomía enarbolando la bandera de la “solidaridad”. Sin embargo, atenta también contra el principio a priori expresis verbis, que declara que todo contrato entre partes debe estar mediado por un consentimiento explícito, y la ausencia de consentimiento explícito no autoriza a considerar que hay consentimiento implícito, especialmente si las condiciones para declarar el disentimiento explícito son tan onerosas como lo exige la ley Anita ¿Quién va a estar haciendo trámites en distintas oficinas del Estado para declararse no donante? ¿No hacerlo significa que autoricé al Estado a usar mis órganos en caso de que muera? Por supuesto que no. Sin embargo, la lógica no es uno de los fuertes de la burocracia estatal.
Siendo así las cosas, ausencia de consentimiento explícito no significa automáticamente consentimiento implícito, especialmente en contextos donde los costos de transacción para declarar el disentimiento explícito son tan altos que disponiendo los desincentivos para la no actuación. Esta ley, la ley Anita, atropella la autonomía de la voluntad de los individuos y además viola el principio a priori denominado expresis verbis, por el cual las partes deben expresar de forma indubitable el deseo de asumir de las obligaciones contenidas en el contrato, a decir del abogado y economista Juan Ramón Rallo en su libro “Liberalismo: los 10 principios básicos del orden liberal”.
Los abusos adicionales en nombre de la pretendida solidaridad de la donación de órganos, ley mediante, ya se están observando. La abogada y activista profamilia Dannia RíosNacif ha denunciado en su cuenta de la red social X casos donde en las cédulas de niños, menores de 18 años, ya figuran de forma coactiva como donantes ¿No era que solo los adultos, mayores de 18 años, eran donantes compulsivos? Lo que comienza torcido, se tuerce más en el camino.
No sé si Dios existe, pero todos deberíamos actuar como si así fuera
Es conveniente aclarar que no estoy expresando mis creencias religiosas. Sencillamente vengo a poner de manifiesto que la cultura Occidental se ha desarrollado a la luz de la creencia en el ser divino predicado en la Santa Biblia, una deidad que ostenta el tierno título de Padre. Ese Dios, que es la fuente de todas nuestras aspiraciones morales, ejemplo de nuestras virtudes cardinales y que alienta nuestra búsqueda de una vida bienaventurada, nos exige que cumplamos con sus mandamientos basados en la piedad y la adoración.
Somos partícipes de la cultura cristiana que instituyó que debemos ser buenos con nuestros vecinos y que debemos ser hospitalarios con los extranjeros, que debemos cuidar nuestra virtud sexual y que debemos arrepentirnos de pecados como el orgullo, la mentira, el robo, la codicia y la blasfemia. Esas virtudes cardinales, emanadas de la divinidad, ordenan la vida social de Occidente y establecen los incentivos para que prospere la confianza social que nos une. Al margen de ella todo es violencia, persecución y miseria.
En épocas de relativismo moral se ha puesto en cuestión la existencia o no del Dios de los cristianos, e incluso, el padre de la posmodernidad, Friedrich Nietzsche ha anunciado en su célebre obra “El anticristo” que “Dios ha muerto”. Fiodor Dostoievski, sin embargo, ha advertido a las generaciones sucesivas sobre los riesgos de una vida social sin Dios, señalando: Si Dios no existe todo está permitido.
Blaise Pascal, el filósofo, físico y matemático francés, al cual le debemos el sistema de comprensión de la presión atmosférica, era un eminente teólogo católico. En sus “Pensamientos” elaboró un método pedagógico por el cual demostró, que, a nivel individual, es mejor creer en Dios que no creer, expresado en su audaz apuesta:
“Pero, ¿y vuestra felicidad? Pesemos la ganancia y la pérdida, tomo como cruz que Dios existe. Estimemos estos dos casos: si ganáis, lo ganáis todo; si perdéis, no perdéis nada. Escoged, pues, porque exista sin titubeos”.
Pensamientos, p. 50
La cuestión, a nivel individual, sobre creer en Dios y su conveniencia, está zanjada, pero el Dios de los cristianos exige algo más que la fría lógica de una apuesta matemática para rendirle culto. Igualmente esperemos que a Pascal le haya bastado.
Sin embargo, la idea de que un mundo sin Dios sería mejor que uno con él fue puesta a prueba, no de forma matemática, sino histórica, bajo la corriente de ideas denominada positivismo, ¿y qué fue lo que produjo? Mario Vargas Llosa, el nobel de literatura peruano, nos resume las catástrofes que trajo un mundo sin Dios:
«El dios único e impensable de los judíos está fuera de la razón humana – es solo accesible a la fe – y fue el que cayó víctima de los philosophes de la Ilustración, convencidos de que con la cultura laica y secularizada desaparecerían la violencia y las matanzas que trajeron consigo el fanatismo religioso, las prácticas inquisitoriales y las guerras de religión. Pero la muerte de Dios no significó el advenimiento del paraíso a la tierra, sino más bien del infierno, ya descrito en la pesadilla dantesca de la Commedia o en los palacios y cámaras del placer y la tortura del marqués de Sade. El mundo, liberado de Dios, poco a poco fue siendo dominado por el diablo, el espíritu del mal, la crueldad, la destrucción, lo que alcanzó su paradigma con las carnicerías de las conflagraciones mundiales, los hornos crematorios nazis y el Gulag soviético».
La civilización del espectáculo, p. 20
Se cumplieron los más atroces miedos de Dostoievski: en el mundo sin Dios todo fue permitido.
La civilización amenazada
Impelida por la falsa idea de que debemos liberarnos de todos los principios antiguos, principios a priori que han demostrado que favorecen la cohesión social y las libertades individuales, avanza la agenda progresista, atropellando a su paso todo lo que no le cabe en la cabeza, toda institución que no entiende, pues “su razón es muy escasa” en el decir de Burke, como para comprender que los principios a priori, los prejuicios sobre los cuales establecimos nuestra civilización, son los diques, las murallas que contienen que las relaciones humanas se inunden bajo furiosos remolinos de violencia tribal.
Seguir atropellando todo principio de inocencia, censurando toda actuación que no nos guste con una cultura de la cancelación, coaccionar desde el Estado para imponer una solidaridad forzada que viole todo principio de autonomía y vivir nuestras vidas como si Dios no existiera es la fórmula para el desastre y el caos. Es estar jugando con un arma sin considerarla siempre cargada y, como sociedad, de seguir así, vamos a terminar disparándonos en el pie.
En el sentir de Friedrich A. Hayek, Nobel de Economía, pensar que “nos liberamos de las ataduras” al violentar principios antiguos que no entendemos, principios a priori que ordenan nuestra conducta más allá de nuestra comprensión, es un enorme error que se pagará caro:
“Los que defienden esta liberación podrían destruir las bases de la libertad y romperían los diques que impiden que los hombres dañen irreparablemente las condiciones que hacen posible la civilización”.
La fatal arrogancia, p 117