Analisis

Black Lives Matter: la revolución silenciosa para llevar el socialismo a la Casa Blanca

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El pasado mes de julio, 150 intelectuales y artistas firmaron una carta abierta en la que manifestaron su inquietud por el nivel de violencia que han alcanzado las protestas de los grupos radicales de izquierda en el mundo.

“Queremos dejar claro que nos sumamos a los movimientos que luchan no solo en Estados Unidos sino globalmente contra lacras de la sociedad como son el sexismo, el racismo o el menosprecio al inmigrante, pero manifestamos asimismo nuestra preocupación por el uso perverso de causas justas para estigmatizar a personas que no son sexistas o xenófobas o, más en general, para introducir la censura, la cancelación y el rechazo del pensamiento libre, independiente, y ajeno a una corrección política intransigente”, indica el texto.

En la lista de firmantes figuran nombres como Salman Rushdie, Gloria Steinem, Martin Amis, Mario Vargas Llosa, John Banville, Francis Fukuyama, Garry Kasparov, Noam Chomsky, Margaret Atwood, JK Rowling y Wynton Marsalis.

La carta ha provocado un debate encendido, especialmente en las redes sociales. La intolerancia del activismo progresista les acusa de pertenecer a un club de hombres blancos, occidentales, viejos y heterosexuales. “Esto solo es gente asustada que teme los cambios”, señalan los censores.

El target es la Casa Blanca

Que el foco de la polémica tenga lugar en Facebook y Twitter no es una sorpresa. Las principales empresas tecnológicas han pasado de ser un ejemplo de la democratización del debate público a convertirse en centros de operaciones del pensamiento único, de la censura sesgada y del acoso.

Pero, mas allá del manifiesto, ¿qué ha llevado a este grupo de intelectuales, entre los que destacan personalidades muy diversas y acreditadas, a desmarcarse de corrientes ideológicas que se caracterizan por una radicalidad extrema?

En los últimos años, el terrorismo islamista ha sido el principal peligro de seguridad en el mundo. Sin embargo, en la última década ha ido creciendo otro tipo de violencia ideológica que se está extendiendo ampliamente en nuestra cultura y que está activando algunas alarmas en la opinión pública y en las agencias de inteligencia: el terrorismo urbano de extrema izquierda apoyado por intereses supranacionales, grandes corporaciones tecnológicas y el poder mediático.

Según analistas políticos, la serie de disturbios que han tenido lugar en el último año en Chile, Bolivia, Colombia, Ecuador, Francia y más tarde en Estados Unidos, parece tener un denominador común: grupos con apariencia de espontaneidad pero con una organización bien ensamblada, sustentados económicamente por donativos y fondos de dudosa reputación, organizados a través de foros en Internet que atacan tanto al constitucionalismo como las infraestructuras a través de la violencia callejera y la propaganda.

De hecho, la mayoría de los atentados y complots que ha sufrido el país en todo este año están enmarcados en el discurso del racismo sistémico y la táctica de guerrilla urbana para sacar al presidente de la Casa Blanca. (Flickr)
La violencia como estrategia política

No es un fenómeno nuevo. El uso del radicalismo como estrategia política de acceso al poder tiene en los bolcheviques, Gramsci, las brigadas de respuesta rápida de Castro o los colectivos chavistas a algunos de sus antecedentes más directos.

La forma de lograr su propósito es apelar y avivar los instintos más bajos del ser humano. Y lo consiguen, a través del resentimiento y la frustración de sectores descontentos con las políticas sociales y la gestión de la clase política. Para conseguir sus objetivos, casi siempre eligen a un gobernante antipático que representa a los sectores de la derecha. Se posicionan como la pureza ideológica de la sociedad y utilizan un discurso moral basado en enemigos absolutos: buenos y malos, negros y blancos, los de abajo y los de arriba, la casta corrupta y el pueblo.

Al comienzo de las protestas, cuando el FBI detuvo a un hombre armado con explosivos en las manifestaciones de Minneapolis, al tiempo que identificó en diferentes ciudades a varios sospechosos cuando entregaban dinero a los manifestantes para que se amotinaran y destruyeran la propiedad pública, muchos en EE.UU. se preguntaron si no se había infravalorado la amenaza de estos grupos radicales.

El pasado mes de septiembre, las dudas sobre los autores intelectuales que se escondían detrás de las manifestaciones quedaban resueltas en una declaración del director del FBI, Chris Wray, ante el Comité de Seguridad Nacional de la Cámara de Representantes cuando advirtió que “Antifa” no es una teoría de la conspiración inventada por la derecha, y que el FBI tiene casos que involucran a personas relacionadas con las manifestaciones en EE.UU.

Los datos que ofreció entonces Wray son concluyentes: “Antifa es algo real. No es un grupo ni una organización. Es un movimiento, o una ideología… Y tenemos un buen número -y lo he dicho de manera bastante consistente desde la primera vez que comparecí ante este comité – de investigaciones debidamente fundamentadas sobre lo que describiríamos como extremistas anarquistas violentos”.

Un fenómeno preocupante que a la luz de los informes de inteligencia estaba generando dinámicas violentas y filoterroristas entre sectores mayoritarios de la sociedad.

Si entre 2010 y 2016, este tipo de terrorismo parecía durmiente, es a partir de la era de Trump que lanza su estrategia de violencia. De hecho, la mayoría de los atentados y complots que ha sufrido el país en todo este año están enmarcados en el discurso del racismo sistémico y la táctica de guerrilla urbana para sacar al presidente de la Casa Blanca. En estos actos han muerto decenas de personas.

La preocupación sobre el tema es compartida también por el fiscal general, William Barr, quien ha reconocido que “Antifa” es un grupo revolucionario que está interesado en implantar el socialismo y el comunismo en EE.UU. “Son esencialmente bolcheviques. Sus tácticas son fascistas”, señaló en el programa “Life Liberty & Levin”, de Fox News.

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