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Jiva Velázquez, el joven bailarín que llegó de Paraguay para brillar en el Teatro Colón

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Son meses intensos para el joven bailarín paraguayo Jiva Velázquez: el mes de marzo, de hecho, supuso para él «toda una vida». En el Teatro Colón, viene de bailar un protagónico en Don Quijote –el barbero Basilio–y esta semana encarnará otra vez al esclavo Alí en el ballet El Corsario, un rol en el que brilló el año pasado. Seguidamente, volverá a presentarse  en el Colón con el Ballet Estable en su Noche Clásica y Contemporánea y en el Ciclo «Danzas en Compañía» del Teatro de la Ribera, en el barrio de La Boca. También se apronta a concretar un proyecto coreográfico en el Centro de Experimentación del Teatro Colón (CETC) sobre un tema bien de época: la ansiedad. Play

Nos encontramos a conversar en uno de los camarines del Teatro; muy cerca, un violinista ensayaba pasajes de una obra que no llegué a reconocer. Vestido de civil, el porte de Jiva Velázquez es menos imponente que cuando aparece triunfal en escena. Me asombró su talante afable y sereno, incluso cuando relata eventos vertiginosos. A través de una larga charla, intentamos reconstruir la carrera de este bailarín de 23 años que, cada día a las 11 de la mañana, desciende al tercer subsuelo del Teatro: allí está la Sala 9 de julio, donde los artistas ensayan hasta las 5 de la tarde, casi como cautivos de una pequeña ciudad subterránea. Antes o después, Jiva va al gimnasio, o dedica tiempo a sus hobbies: andar en bici y escuchar todo tipo de música, algo que lo pone de especial buen humor. Y, por las tardes, también logra hacerse tiempo para visitar a su novia, la bailarina Emilia Peredo.

Jiva Velázquez en “El Corsario” (2018). Foto: Máximo Parpagnoli

Primeros pasos en la danza

Jiva Velázquez comenzó a estudiar ballet clásico a los 6 años en el Instituto Municipal de Arte (IMA): «Al principio no entendía… A esa edad, me cortaba la rutina de niño (risas), así que no me gustaba tanto; además no sabía lo que iba a hacer: todo consistía en ejercicios de estiramiento. Al año siguiente quise dejar. Pero el Ballet Municipal hizo Cascanueces y recién entonces vi lo que era el ballet: me divertía todo lo que hacían, pude ver a lo que se llegaba después de toda esa preparación». A continuación, pasó a la Compañía Juvenil de danza del Instituto Superior de Bellas Artes (ISBA), donde egresó a los 17, al mismo tiempo que terminaba sus estudios secundarios. «En Paraguay tuve varios maestros que sacaron lo mejor de mí: maestros rusos, chilenos, paraguayos», nos confiesa.  Sin embargo, en el año 2013, se preparaba para estudiar la carrera de Periodismo, pero una invitación de la maestra argentina Lidia Segni cambió su destino:

– Estaba estudiando para ingresar al examen en marzo, en la Universidad Nacional de Asunción (UNA)… En realidad, no sabía bien qué quería hacer (risas). Fue entonces que vino Lidia Segni a dar un curso a Paraguay y mi papá me preguntó si no quería asistir. Yo no tenía tantas ganas: ¿para qué iba a tomar el curso si ya iba a entrar a estudiar periodismo? Tampoco sabía si iba a seguir bailando o no. Pero tomé el curso y, cuando terminó, ella me dijo si quería viajar a la Argentina, con un contrato que comenzaba la semana siguiente…

– Es decir que pasaste a integrar la compañía del Ballet del Colón no a través de una audición, sino de una invitación personal de Lidia Segni.

– Sí, conseguí el contrato después de haber tomado el curso.

– ¿Tuviste dudas al tomar la decisión de viajar a la Argentina?

– «No sé», le dije en ese momento a Lidia; además, a esa edad yo estaba más al mando de mis papás. Pero ella habló con mis padres y los convenció. Fue como decir: «Bueno, vamos a probar un año, a ver qué tal». Y al año siguiente ya fue el concurso de estabilidad, que te proporciona aportes jubilatorios, obra social, etc. Porque yo había venido a Buenos Aires sólo como refuerzo, pero al año ya entré como estable.

Otro momento de “El Corsario” (2018). Foto: Máximo Parpagnoli

– ¿Tu familia siempre te apoyó?

– Siempre me apoyaron: fui a un concurso en Nueva York, por ejemplo, y mis padres me pagaron el pasaje. Siempre me dieron muchas fuerzas. Aunque ellos no tienen nada que ver con el arte: de hecho, mi mamá es profesora de química y mi papá es profesor de matemática. (Además, tengo una hermana que estudia medicina. Hasta los 8 años, ella hizo danza conmigo.)

– Tu nombre está en sánscrito. ¿Cómo fue que decidieron llamarte así?

– Mi papá es de Paraguay, pero mi mamá –su nombre es Pushpa– es de Malasia. Se conocieron en Japón: ambos tenían una beca universitaria. Y entonces ella cargó con toda la parte mística y espiritual; mi papá también se adaptó a eso. Es algo muy loco: después se enviaron cartas, luego mi papá fue a Malasia, más tarde volvieron a Malasia para casarse y vivir ahí, y después volvieron finalmente a Paraguay, donde se quedaron. Mi mamá bailaba danza hindú, ella es hindú y sí, mi nombre está en sánscrito: «jiva» significa «alma» o «vida».

Entre Don Quijote y El Corsario

Este año, la temporada de ballet del Teatro Colón se abrió con Don Quijote, de Ludwig Minkus, donde Jiva Velázquez interpretó el rol del barbero Basilio –su primer gran protagónico en la sala–. Lo hizo bajo la mirada del ruso Vladímir Vasíliev, una leyenda del ballet del Bolshói y él mismo uno de los grandes Basilios de la segunda mitad del siglo XX. Le pregunté cómo fue trabajar con él:

– Era como ver a alguien que evolucionó con el personaje. Se conoce muy bien todos los personajes, toda la obra, ¡no sé cuántas veces habrá hecho el ballet entero! Cuando recién llegó, dio una charla a toda la compañía. Contó que se cumplían 150 años del ballet Don Quijote y que iba a estar muy agradecido de que le mostráramos algo nuevo

J. Velázquez junto a Camila Bocca en “Don Quijote”. Foto: Máximo Parpagnoli

– ¿Vasíliev te resultó intimidante?

– No tanto: él es muy humano, humilde, muy accesible. No es una de esas personas que te miran desde arriba… Lo que me intimidaba un poco era qué iba a generar en él la variación que yo bailaba. Yo quería sentirme bien profesional, tratar de mostrarle que era un Basilio convincente. Aunque yo pensaba un Basilio donde todo era diversión, picardía: en cambio, él me explicaba que no todo tenía que ser con una sonrisa, que tenía que mostrar también el lado B del personaje, algo que me costaba un poco más. En los ensayos, él era muy inspirador y expresivo al hablar: muy actor, muy artista. Entonces te nutría y te daban ganas de no guardarte nada al bailar.

“Don Quijote”. Foto: Máximo Parpagnoli

– Hablame de tu participación en El Corsario, que bailaste con éxito el año pasado y ahora volvés a interpretar la semana próxima. ¿Cómo encarás el personaje de Alí?

– El Corsario es una comedia donde todos los personajes tienen comunicación entre ellos, salvo el mío, que soy el esclavo. Conrad me salvó la vida, entonces le soy muy fiel. Conrad y Alí son invencibles cuando están juntos y luchan: como si Alí fuera un arma, una prolongación de Conrad. Pero, durante toda la obra, Alí no llama mucho la atención: se limita a seguir las órdenes de su amo y se mantiene sigiloso… Desde lo físico, me gusta pensar que soy un animal: una pantera, o un gato. Busco ese carácter sigiloso que tienen los felinos: donde no hay dudas, donde todo lo que hacen es muy calculado y preciso. Además, hay un bailarín muy conocido que se llama Faruj Ruzimátov; si uno dice «Alí», piensa en él. Al verlo, a mí me generó eso: la sensación de que era como un gato siempre al acecho. Entonces quise explorar esa fisicalidad en el personaje.

La danza en Paraguay

– ¿Seguís teniendo una relación estrecha con tu país?

– Sí: tengo a toda mi familia, mis amigos, todo ahí. El año pasado fui para bailar el rol de Franz en Copelia con el Ballet Clásico y Moderno Municipal de Asunción. A finales de 2017 había hecho Sigfrido y el Bufón en El lago de los cisnes. Este año no vuelvo a viajar porque, lamentablemente, me coinciden todas las fechas… Me encantaría ir, pero no voy a poder.

– ¿Cómo ves la escena paraguaya de la danza, luego de tu experiencia en el Colón ?

– Para mí, en Asunción la situación es distinta porque, al ser tan pequeña la comunidad de la danza, conozco a todos. El mundo del ballet es un poco como si fuera mi familia: me conocen desde que hice Cascanueces a los 8 años. Y más todavía por el hecho de que un varón baile en Paraguay. Estamos algo más atrasados en este sentido: ahora no tanto, pero cuando yo era chico no era tan común que un niño bailara.

Otra escena de “Don Quijote”. Foto: Máximo Parpagnoli

– ¿Te parece que hay mayores prejuicios contra la danza clásica?

– Sí, porque además Paraguay no tuvo a figuras como Julio Bocca o Maximiliano Guerra. Por supuesto, tiene al director de la compañía, que es Miguel Bonnin, pero que tal vez no tuvo tanta repercusión. No al menos en el sentido de que acá uno asocia al fútbol con Messi, al ballet clásico con Julio Bocca Maxi, al básquet con Manu Ginóbili. Acá todos tienen un representante muy claro y conocido.

Jiva Velázquez reconoce que, en su país natal, el ballet se considera «una actividad de niñas». Lo dice riendo, pero súbitamente se pone serio: «Es algo que, si no lo naturalizás, te puede jugar en contra. Yo siempre naturalicé lo que hacía: era ballet y, bueno, me gustaba».

– ¿Te parece que hubo algún cambio últimamente?

– Ahora están teniendo un público mucho más joven y que se interesa en ir a ver ballet, así que eso es algo lindo.

– ¿A qué atribuís ese fenómeno?

– Un poco a la redes sociales, creo. Y también a las amistades de los bailarines. Paraguay es un país muy sociable: uno va con el tereré, siempre está en el grupo de amigos, con la guitarra… Siento que en Asunción todos se conocen entre todos. Si tenés un amigo bailarín, «le hacés el aguante» y vas a ver las funciones. Y eso está generando mucho más público. Me parece que la gente va y le gusta lo que ve y así empieza a surgir un poco la idea de: «¡Che, vamos a ver el Ballet!».

El legado de Philip Beamisch y la impronta de Paloma Herrera

– El mundo de la danza se rige por un escalafón muy estricto. ¿Cómo se dio tu ascenso desde el cuerpo de baile a bailarín solista?

– En realidad, a mí la persona que me influenció mucho fue un maestro de origen australiano que tuve acá y que vino con Maximiliano Guerra: se llamaba Philip Beamish y fue maestro de Alessandra Ferri. Cuando vino acá, tomé sus clases y, a partir de todas sus explicaciones técnicas, sentí que tenía que empezar a bailar de otro modo. Empecé a replantearme todas las cosas que yo hacía de manera más irreflexiva . Su trabajo me motivó mucho: salía de las clases frustradísimo, pero con ganas de mejorar. Estudié con él en 2016 y 2017; en cierto modo, me volví un discípulo suyo. Quería aprender de él todo lo que podía. Y me enseñó mucho a pensar y a usar mi cuerpo. Él empezaba a enseñar desde colocaciones muy óseas, muy desde la biomecánica, donde todo se volvía muy exacto.

Escena de “El Corsario” (2018), junto a Nadia Muzyka. Foto: Máximo Parpagnoli

– ¿Ese cambio de enfoque te aportó mayor seguridad en lo técnico?

– Sí, justamente por esta cuestión de la precisión… En sus clases la cuestión de la exactitud era algo muy claro, casi como una fórmula: si hacías tal cosa de determinada manera, el resultado iba a ser siempre el mismo. Antes yo bailaba un poco al azar: probaba algo, y otro día cambiaba y veía qué me servía más. Acá yo sabía exactamente lo que me servía. Así que salía al escenario y ya no era un… (hace un ademán de persignarse): «Voy a ver qué sale», «Ojalá que me salga esto». No: yo sabía lo que salía a hacer y que lo que salía tenía que ser exacto. Entonces, a partir de ahí empecé a disfrutar. Ya no salía con miedo: estaba muy seguro de lo que hacía y trataba de transmitir algo más al público.

– ¿Cuál fue el primer rol en donde experimentaste esa seguridad? ¿Con Alí, el año pasado?

– Sí, yo creo que con Alí reafirmé todo eso. A mitad de 2016 habíamos ido con Philip al concurso de Varnaen Bulgaria. Para mí fue muchísima presión: me vine lastimado de ese certamen, y estuve 6 meses sin bailar, desde julio a diciembre. Al año siguiente, comencé de cero y fue justo cuando entró Paloma (N del R.: Paloma Herrera fue designada como Directora del Ballet Estable en febrero del 2017). Durante todo ese año hacía roles de solista y de cuerpo de baile. Pero en 2018, a Philip le diagnosticaron cáncer y falleció en febrero. Y justo ahí fueron las funciones de El Corsario, donde tuve que salir a bailar con toda esa gran carga emocional. Quien había sido mi maestro había muerto, una semana antes íbamos al hospital… Pero me sentí muy acompañado en esas funciones, fue una experiencia muy emocionante.

Jiva Velázquez. Foto: Thomas Khazki

– ¿Tu participación en la compañía del Buenos Aires Ballet (BAV) también te ayudó a desplegar tu faceta de solista?

– Sí, de hecho había comenzado con el proyecto «Ballet en gala», que también dirigía Federico Fernández. Al estar haciendo siempre cuerpo de baile, gracias a esas funciones gané más experiencia escénica: salía y me desafiaba más a mí mismo. Fede es muy comprensivo como director y el trato que todos teníamos en la compañía siempre fue muy cooperativo: algo que me gusta mucho.

– Antes, mencionaste a Paloma Herrera. ¿Cuál considerás que es su impronta como directora?

– Creo que ella logra comunicarnos toda la experiencia que acumuló en el American Ballet Theatre (ABT): al menos es lo que a mí me parece, ya que nunca estuve en el ABT. Y Paloma le añadió un gran dinamismo a la compañía. Además, siempre que hay un error en los ensayos, ella se para y te lo muestra.Como si nunca hubiera dejado de bailar. Está muy entrenada: te muestra el paso y podés aprender a partir de lo que ves que ella está haciendo. ¡A mí me habría gustado que no hubiese dejado de bailar…! Obviamente, no es un tema sobre el que pueda opinar. ¡Pero es que la veo tan bien!

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